Cuando uno es niño, es decir, no una cosa a medias sino algo especial, el tiempo embute en nuestros cuerpos una liturgia muy diferente a la de hoy.

—Alfre… Alfre… Hijo levantate, ya va a estar el matecocido —me dijo mi mamá. Primero escuché su voz en ese sueño en el que caminaba por una ciudad dorada y de cielos medio raros, junto a algunos de mis compañeros de primer grado. No presté atención. Después, su voz, más fuerte, más cerca, provocó que me largara a correr como loco y, justo cuando me disponía a saltar una profunda grieta, sentí en mi espalda sus manos frías que me despertaron.

De mala gana me cepillé los dientes cariados. Como no teníamos baño lo hice afuera al lado de un tacho con agua. Estaba frío, aún había estrellas en el cielo. Todo un pulmón oscuro.

Tomé el matecocido con un pedazo de pan criollo medio rancio, mientras me refregaba los ojos con la punta de los dedos, y pensaba en El Chavo del 8, en los juguetes que él no tenía y que tenía Quico, pero yo no, y que me gustaban mucho. Mi viejo lustraba sus zapatos marrones heredados y ella, con su cara morocha como la mía, decía:

—Vamos Antonio, ya van a ser las cinco y media.

Salimos. Caminamos los tres por la madrugada. Ella me agarraba de la mano. Mi viejo pisaba despacio para no ensuciarse los zapatos con arena. En la parada del colectivo no había nadie, pero antes de que las débiles luces del ómnibus aparecieran cerca del almacén de Coco Llanos, llegó doña Victoria agitada y bien perfumada.

El colectivo estaba atestado de gente. Por suerte quedaban dos asientos; nos sentamos los tres. El conductor apagó las luces principales y, en su lugar, quedaron encendidos los pequeños y rojos y azules foquitos que me hipnotizaban, junto con una distorsionada cumbia.

El motor generaba un ruido horrible. Perfectamente podíamos sentir cómo las cubiertas se metían en los pozos, o se llevaban por delante una piedra, un sapo gigante, o un planeta.

No había registros poéticos para lo que vivía a esa horas tan tempranas de un invierno de 1999. Estaba bueno ir a la ciudad pero no al Hospital de Niños Eva Perón que parecía un escalofriante mausoleo. Era buenísimo viajar en el colectivo de Don Véliz, conducido por su único hijo, pero cuando dolían a muerte los huesos de la cara por la sinusitis, era una desgracia, una condena infernal de la que me era imposible soltarme por más mentiras que pudiera decir al médico o a mi mamá para evitar la dolorosa inyección.

La poca gente que hablaba lo hacía despacio y muy débil: cada boca despedía un peculiar mal aliento. Tenía las patas heladas. Sentía las medias húmedas y, para colmo, el estómago comenzaba a revolvérseme por los brincos y las agresivas frenadas del viejo vehículo que parecía sacado de una fotografía de siglos. Mientras cruzábamos el Dique logré ver un filo rojísimo en el horizonte; una cosa que se dividía en dos. Abajo, en el río, unas cuantas garzas que parecían papeles brillosos, planeaban a poca distancia del agua. El agua me recordó al suero que te meten en el cuerpo. Solo habían pasado menos de ocho minutos desde que nos sentamos. A nuestra derecha iba doña Victoria.

Me hubiese gustado viajar en el primer asiento, para poder contemplar sin ninguna interrupción la ruta azul-gris que bajaba y subía, y que se abría paso por un paisaje que no tenía (que no tiene) montañas bellas, ni geografías con lagos, ni nada que se le parezca, solo casas muy pobres, blancas, celestes o amarillas, y monte, y bolsas de plástico por doquier. Pero mi máxima aspiración, fue quizá, por aquellos días, en aquellos viajes, ir parado en el último escalón de la puerta principal. Con medio cuerpo afuera. Bajándome para que los nuevos pasajeros pudieran entrar. Jugando, peligrosamente, entre dos dimensiones, como lo hacían los chicos del secundario, o mi mente, o los sueños desconocidos, depresivos y nada eróticos, del gordo chofer, el Omar, que fumaba cada dos por tres.

Me pregunto qué hubiera hecho yo, en ese momento -mientras mis padres hacían sobrenaturales esfuerzos para no dormirse cuando aún faltaba cuarenta minutos para llegar a la ciudad-, si hubiera sabido que cinco años más tarde, estaría en ese mismo aparato latoso con mis compañeros y compañeras de sexto grado, escuchando música a todo volumen, riendo, y aplaudiendo, festejando otro viaje a la ciudad, y el primero, a la fábrica de gaseosas, al museo y al parque. Este es el engaño. Un viaje que celebraba, sin que nos diéramos cuenta, nuestra propia desgracia frente a los nuevos y limpios uniformes de los chicos y chicas de los colegios privados, que no iban de viaje a esa ciudad, porque para ellos era solo su barrio, lo cotidiano, edificios bajos: divertimento solo para nosotros, que bebíamos las baratas y horribles gaseosas, que aquella mañana, no nos quisieron regalar.

Descendimos. La mayoría de los pasajeros se escabulleron por calles estrechas. Doña Victoria cruzó la avenida con el semáforo en verde. Aún, no había amanecido. Olía a orines y a combustible. Mamá y papá no hablaban, tampoco yo.

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