Las baldosas en las veredas de Montevideo son grises. Los edificios, construidos en su mayoría hace más de 50 años, no conocen otro revestimiento que el cemento gris, manchado por el hollín de los vehículos negros y plateados que pisan un pavimento gris en calles mediocres. No llegan a ser avenidas ni callejones. Los peatones andan solos. Como mucho circulan en grupos de a dos, y excepto por el ruido de los autos desajustados por las calles llenas de baches, la escena transcurre en un silencio total.

Los montevideanos reflejan la discreción de su ciudad en la ropa. Las vidrieras exhiben variedad de prendas pero sus dueños promocionan únicamente los colores más usados. En este caso, un gabán oscuro, una falda de tartán negro y blanco, un traje de franela gris. Los colores más vivos se reservan para los excéntricos que los usan dentro de sus casas para no llamar la atención en la calle.

La vida cultural se nutre de esa nube anímica. Los pocos diarios, los repetitivos programas de televisión, los circunspectos e inmodificados rostros de la televisión, jamás sonríen ni incurren en excesos. Los poetas no encuentran editorial que publique sus desbordes, los escritores de ficción tampoco pues a los montevideanos solo les interesa leer de historia, economía, política, biografías… nada que haya nacido de la imaginación ni desobedezca el mandato gris de la realidad.

Aún así, la gente sigue amando, condimentando en exceso sus comidas, comprando televisores que despliegan millones de colores. Escribiendo poemas y cuentos, componiendo canciones y música de fusión.

Amantes y aventuras de un solo día llenan los hoteles. Los cuerpos se desembarazan de las ropas cansinas y dejan al descubierto la piel sonrosada de la juventud, la carne madura enrojecida por el deseo, el terciopelo trigueño amasado por la pasión, la noche misteriosa en el cuerpo de los descendientes de esclavos.

Cuando llega el verano Montevideo amarillea y la ciudad gris se calienta. El viento que llega desde el Río de la Plata se pasea por las calles y golpea enfurecido como una bestia encerrada las paredes que lo devuelven recalentado a la atmósfera. Las calles se convierten en un horno.

El alivio está ahí nomás, pues Montevideo es una ciudad mediana, sin grandes distancias que recorrer. Las playas están a pocos minutos. Bastas quemarse las manos con el metal de las agarraderas del ómnibus, cubierta de la grasa y el sudor de los anteriores pasajeros, para llegar en pocos minutos a la costa. Pero la mayoría de los montevideanos prefieren permanecer en sus casas abanicándose frente a la televisión o bajo el aire acondicionado. Las playas están sucias y llenas de gente, comentan los vecinos, cuando sacan las sillas a la vereda para gozar del fresco nocturno.

Nadie duerme temprano en Montevideo durante esos días. No antes de que el cemento se haya enfriado al punto de la tibieza al menos, y el aire caliente abandone el interior de las viviendas.

A veces, se juntan varios vecinos y colocan una parrilla en la vereda donde asan carne, chorizos y chinchulines que comerán entre panes adornados con lechuga, tomate y mayonesa.

En el calor de la noche el asador permanece al lado del braserío cuidando la cocción, mientras las mujeres del grupo preparan las ensaladas. Es él quien primero probará las carnes. Los demás se ocupan que su vaso de vino jamás esté vacío y conversan a su alrededor en un tono de voz creciente a medida que el vino o el whisky en sus vasos hace efecto. La combinación del fuego y el alcohol insensibiliza el impacto del calor sobre el cuerpo del asador, que vigila la carne extendiendo su brazo sobre las llamas para voltearla una y otra vez, atento a que no se queme o cocine en forma desigual. Cuando por fin queda lista la carne en la parrilla, su piel enrojecida por la temperatura guarda cierta semejanza con el estado original de la carne cruda sobre la que estuvo trabajando la última media hora.

El menú es dispuesto sobre la mesa y, siguiendo una vieja tradición, uno de los comensales pide “¡un aplauso para el asador!” al que se pliegan los demás batiendo palmas. Luego el silencio es casi total, apenas lo interrumpen las ocasionales solicitudes de sal, bebidas o ensalada.

Ocasionalmente los montevideanos dejan su ciudad. Se dirigen en masa al este del país, donde han alquilado alguna casita o chalé invariablemente bautizado con un nombre compuesto: el de la madre Soledad y la hija María José (Solymar), que en una feliz coincidencia refiere las virtudes de balneario, u otro que no deja lugar a dudas sobre el cariño del dueño hacia su propiedad (“Mi sueño”, “El paraíso”). En todos los casos el nombre lucirá a la entrada, sobre una piedra o compuesto con caracoles recogidos en la playa.

Los balnearios se extienden por la costa hasta el límite del país con Brasil, por lo que los montevideanos tienen toda una gama de lugares para elegir de acuerdo a sus posibilidades económicas. La clase media gusta ir a los balnearios pequeños, con calles de tierra apisonada. La clase alta prefiere las ciudades de la costa como Punta del Este, donde observan con algo de envidia a los argentinos que han hecho esa ciudad a imagen y semejanza de su Buenos Aires, repleta de rascacielos y arquitectura audaz y colorida. Los más jóvenes van más hacia el este aún, donde los balnearios semisalvajes de Rocha coexisten con las dunas y el océano Atlántico, pues gran parte de la costa que dejaron atrás es bañada por las aguas color león del Río de la Plata. El río como mar, el río más ancho del mundo.

Y luego están los montevideanos más modestos o más atareados que no tienen vacaciones en verano. Esos se consuelan comiendo carne en grupo al lado de los fogones nocturnos, como hace miles de años, ajenos a toda esa locura moderna de recorrer quilómetros gastando dinero para aislarse en una playa al rayo del sol.

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