El odio también viaja

El odio también viaja

El odio es un tumor que se aloja en el cerebro y habla por los ojos. Crece si percibe el desprecio ajeno. Y como todos los tumores malignos, al final, mata.

Sikah se infectó en Indonesia. No hablaba mucho, pero no había más que ver su torso para comprender la raíz de su mal. Su espalda tersa, morena, cosida por las cicatrices de tantos latigazos.

Los primeros azotes se los propinó su padre cuando sospechó que su niña era un árbol torcido y entonces decidió enderezarlo a latigazos. Le decía que era una equivocación de la naturaleza y ella se lo creyó. Tardaría mucho en aceptar que la diversidad de flores de un jardín es su belleza.

Se miraban desde los pupitres separados donde pusieron a las amigas del alma. Se lo contaron al maestro y le exigieron discreción, pero los secretos mejor guardados son los primeros que se cuentan.

Decidieron casarla con el hijo de un vecino. Las hijas deben casarse por el bien de la familia. Y ella no iba a ser la excepción. Su amiguita le contó que a ella le habían hecho lo mismo. Pero no había que preocuparse, cuando fueran más mayores se escaparían juntas.

Y se hicieron mayores, pero cuando llegó el momento de huir su amiga dudó.

-¿Por qué no quieres venir conmigo? –le preguntó.

-No quiero desobedecer.

-Amémonos entonces por última vez –ella aceptó y se desnudaron.

Fue cuando los vecinos las descubrieron, las obligaron a vestirse y las llevaron ante el juez a empujones. El odio se desbordaba por los ojos de sus acusadores. Las condenaron a 85 latigazos y las azotaron a la vista de todos. Con cada latigazo el tumor crecía un poco más. Pero lo peor vendría después, cuando tuvo que recluirse en su casa porque no le dejaban pisar la calle para no avergonzar a su familia.

Un buen día sus padres decidieron enviarla con los parientes de Barcelona, y sacarse de encima el problema. Así llegó Sikah llegó al colmado de la rambla del Raval, para empezar una nueva vida.

En ese colmado, donde yo iba a comprar fruta y verdura frescas, nos conocimos. Me sorprendió que me mirara a los ojos, porque normalmente ellos no lo hacen. En ese momento no supe si era un signo de rebeldía o algo más.

Y como el odio también viaja, atravesó océanos y continentes hasta llevar a los compatriotas del Raval su siniestro mensaje, y pronto éstos comenzaron a murmurar.

Sikah se sumió en un profundo silencio. Un día la vi caminar a paso ligero en dirección a la mezquita y le salí al paso. Vestía chador, lo que era absolutamente novedoso en ella.

-Hola, Sikah.

-No puedo entretenerme -intentó eludirme-. Me voy a la mezquita.

-Pero si nunca vas.

-Necesito ajustar cuentas con mi conciencia.

-¿Y eso?

-Estoy en pecado.

Después supe que un grupo la había convencido del ojo por ojo y diente por diente. Le asignaron una acción suicida en unos grandes almacenes y le pusieron el cinturón explosivo. Pero Sikah los había engañado. En realidad ella decidió el ojo por ojo, pero no con los infieles sino con los suyos, con esos en cuyos cerebros habitaba el odio a la diferencia. En vez de encaminarse a los grandes almacenes, cambió la dirección y se iba a la mezquita donde oraban sus compatriotas.

Justo ese día cantaban los niños de la madrasa. Sikah los vio formando coro frente a sus padres, que asistían al canto. Ocupó un lugar entre ellos, notó las miradas e imaginó un ejército de ojos censurándola. Y sintió que su tumor crecía. Acarició el botoncito del detonador.

El maestro les decía a los niños que una nota desafinada estropea la canción y les conminó a buscar la perfección, porque es lo que complace a Dios. Sikah no pudo dejar de preguntarse si no era ella una nota desafinada en la sinfonía divina.

Entonces, bajo la bajo la batuta del maestro, los niños entonaron una canción familiar a Sikah. También ella la había cantado de niña en la mezquita. Vio en los ojos de una niña temblorosa pánico y desamparo. Sikah observó que movía los labios pero no cantaba. Su garganta parecía atenazada por el miedo a desafinar y ofender a Dios.

Fue entonces cuando Sikah sintió que el tumor que ocupaba su cabeza comenzaba a desinflarse y dejó de acariciar el detonador. Se encaminó hacia la salida, no sin antes atreverse a tararear en voz alta los versos que los niños cantaban.

Sikah desafinaba, y el maestro le dirigió una mirada reprobatoria. Ella le dedicó la mejor de sus sonrisas y se fue.

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