Doña Pura se queda mirando el culo de Martina, la hija de la brasileña, del primero, con la que se acaba de tropezar en el portal. Buenos días, doña Pura, le ha dicho sin pararse y ha salido calle abajo. A esta niña, piensa doña Pura, ya se le pueden dar un par de azotes. Y es que doña Pura –largo es de contar– sabe mucho de lo bien que le pueden caer a una mujer unos azotes bien dados. Sabe eso y alguna cosilla más que le enseñó en la escuela cierta monja que siempre le decía, a ella que era su preferida, que los hombres no servían más que para levantar piedra, y algunos, bajaba la voz y miraba a su alrededor, algunos como el padre Sierra, tan esmirriado, ni para eso.

Doña Pura llega entera al rellano del segundo piso donde el exceso de ambientador le irrita los ojos. Manías de Angustias, que dice que no se le va el olor a muerto de las narices desde que le amaneciera el marido muerto; que ella ni se dio cuenta, que ya se había tomado su café con leche y se había arreglado porque tenía hora en la peluquería cuando cayó en la cuenta: ¿y este hombre que no se levanta? Es que no me lo puedo quitar de la cabeza, le lloriquea a doña Pura cada vez que se la encuentra, ¡que estuve en la cama con un muerto! ¿Y qué era tu Pedro?, se impacienta Doña Pura: ¡pues un muerto que sólo servía para traerte el pan, so boba!

Doña Pura siempre descansa en el tercer piso. Desde que al hijo de Remedios –un bala perdida como su padre– le diera el telele, ya no se oye un golpe ni una voz. Doña Pura, se queja Remedios, que el niño se me esclafa en el sofá y no me respira en todo el día. Yo le hablo y le pongo la tele, pero nada; para mí que le dieron algo por ahí que me lo ha dejado tonto. Seguramente, responde doña Pura, seguramente, pero tú estás más tranquila, ¿no? Dónde va a parar, se sincera, aunque estoy por llevarlo al médico. Para qué, ¿para que vuelva a hacerte la vida imposible? Dios no lo quiera, doña Pura, Dios no lo quiera, pero es que verlo así me da una lástima. ¿Lastima?, se desespera doña Pura, lastima los negritos de África.

Doña Pura llega resoplando al cuarto. En el pomo de la puerta de Miguelín ve colgado el cartel del turno de la limpieza del portal. Otro al que le gustan más los ambientadores que fregar, piensa doña Pura. Entonces se abre la puerta del ascensor. Buenos días, doña Pura, le dice Miguelín, que lleva el ramo de flores en brazos como si fuera un bebé, con esa manía que tiene usted de no usar el ascensor, con el dineral que nos ha costado ponerlo, nos va a enterrar a todos. Coja un clavel, ande, que hay que ver lo guapa y lo joven que está usted. ¡Uy no!, hijo mío, no desbarates el ramo, contesta doña Pura, que piensa para sus adentros: la flor te la metes por donde yo sé, mariconazo. Y sin soltar la sonrisa de los labios, bien agarrada al pasamanos, doña Pura sigue escaleras arriba.

Fin

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