Tito cruzaba el patio con sigilo felino, con la vista fija en la vieja mecedora en la cual su padre, yacía repantigado de manera grotesca dormitando la «mona» de un sábado de verano, adobado como un cerdo a punto para el horno con el vino barato del turco Semián. Era una aventura harto arriesgada; Tito sabía que el menor descuido, el más leve sonido en su huída, recargaría el castigo impuesto de siesta forzada hasta las 16:00, a la pena de siesta forzada perpetua; y, dependiendo del estado etílico de su juez-padre, hasta podría recibir algún cintazo por el lomo, “por guacho desorejado”. Consciente de todo esto, y con el temple de alguien de más de 12 años, Tito siguió adelante, sincronizando sus pisadas con el canto unísono de las chicharras, sorteando todo tipo de obstáculos: los juguetes desparramados de su hermanita, las hojas secas de la parra, etc. La puerta de salida estaba cerca, y los “pibes” esperaban en la esquina, bajo la sombra de un tilo añejo, protegiéndose del sol abrasador, y organizando el picado que se llevaría a cabo en la placita Almafuerte. No podía faltar; si fallaba, la “barra” le endilgaría el mote de «cagón» casi automáticamente; y más teniendo en cuenta que dejaría a su equipo con uno menos. Ya había dejado atrás el camino de tierra que rodeaba el pequeño huerto del cortil, y pisaba el cemento del garaje. Su vista, ahora estaba clavada en la puerta de chapa que lo llevaría a la libertad de la calle Campana. Faltaba muy poco; había que tener sumo cuidado de alzarla un poco, para que cuado la abriera, no tocara el suelo. Ya podía sentir a los pibes en la esquina botando la pelota en la calle. Repentinamente, sobre la pared que dividía su casa con la lindante, apareció el gato de doña Cata -una gallega viejísima y sorda-, que parecía disfrutar atormentando a “Yuri”, el perro de la casa. Cuando el perro mil leches se percató del intruso, irrumpió a ladrar, dejando a Tito paralizado, en apnea, moviendo frenéticamente sin parpadear sus globos oculares, presa del terror. Su padre se incorporó a medias, abrió sus ojos con el gesto desconcertado de los entredormidos, manoteando las moscas que le caminaban por su boca entreabierta. Fué entonces cuando se percató casi al instante del intento de fuga de Tito, que no lo pensó dos veces; manoteó la puerta y la abrió de golpe, y salió corrirendo haciendo oídos sordos a las terribles amenazas de su padre. Cuando lo vieron salir, los pibes comenzaron a arengarlo con gritos de algarabía: “¡Grande Tito!”; pero sus caras de alegría triunfal se fueron transformando en gesto desesperante cuando vieron al padre de Tito salir corriendo tras él desabrochando su cinturón; “¡Corré tito, corré que tu viejo te mataaaa!”. En la huída, recorridos unos veinte metros, ocurrió algo terrible: Tito resbaló con el verdín del agua estancada que recorría el borde de la acera, y calló pesadamente sobre su codo. El terrible dolor lo dejó revolcándose en el piso a merced de su padre, que ya no corría, y se acercaba cinto en mano ante la mirada atenta de los pibes que clamábamos por piedad: “No le pegue don Niko, íbamos a ir a jugar a la pelota nada más”. Don Nikodim, el padre de Tito, un ruso descomunal y fuerte como un toro, alzó el brazo blandiendo el cinto, y cuando estaba a punto de bajarlo sobre Tito, irrumpió sin que nadie se percatara desde donde, Iván.

Iván parecía ser viejo desde siempre. La gente del barrio, y de Berisso en general, siempre se refería a él como el «viejo Iván». Vivía de la caridad, y de lo que rescataba de la basura, y dormía casi siempre cerca del Puente Roma, o donde el alcohol lo tumbara. Cuando estaba sobrio, Iván casi no hablaba, y si veía alguien fumando, se acercaba muy lentamente con una sonrisa, alzando sus roñosas manos como quién no quiere problemas, llevándose dos dedos en v a sus resquebrajados labios para pedir tabaco. Tenía una espesa cabellera blanca y una tupida y larga barba del mismo color. Miraba siempre de soslayo, con su único ojo sano, ya que el otro parecía una canica de porcelana lechera, de esas que valían diez comunes de vidrio. Las arrugas de su rostro eran tan profundas y marcadas, que parecía que los años le hubieran arado la cara. Era sin dudas un ser atormentado, pero cuando bebía, se convertía en un tipo por demás pintoresco. Demostraba modos dignos de un auténtico caballero, y le encantaba hablar y discutir sobre temas filosóficos, citando – para sorpresa de algún entendido -, a cualquier filósofo moderno o de la antigua Grecia. Siempre nos burlábamos cuando él se acercaba a dar algún consejo, y alguno se pasaba arrojándole alguna piedra, o insultándolo. Pero Iván jamás respondía a ningún agravio.

Esa tarde, vimos como Iván se interpuso entre Niko y su hijo, reprendiéndole vehementemente lo que estaba por hacer. Niko retrocedió mascullando maldiciones en ruso, mientras Tito, aprovechó ese instante de la confrontación, y huyó velozmente.

Nunca entendimos que le dijo Iván al padre de Tito, pero dedujimos que fue en ruso, ya que don Niko, no hablaba más que su lengua materna y un pobre castellano.

Iván murió poco después, durmiendo en la estatua de la plaza Almafuerte. Con los años supimos que era alemán y que hablaba cinco lenguas; pero no mucho más.

Unos años después, cuando éramos ya unos muchachos, Tito me confesó que luego de aquél incidente, su padre jamás volvió a levantarle la mano.

Vuelvo al barrio cada tanto, e inevitablemente paso por la vieja casa de chapas de la calle Campana, recordando con melancolía y cariño mi niñez, mi juventud, y al viejo Iván; y cada pregunta que me surge acerca de su dolorosa y misteriosa vida, recala en una fuente inagotable de historias acerca de un tipo de la calle que ocupa, aún hoy, un lugar en nuestra memoria.

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