8/I

Veo el cartel al volver del paseo con Lucas. Distingo la palabra “aviso”, la única escrita a buen tamaño. «Otra reunión de vecinos», aventuro, denostando al secretario de la comunidad que es tacaño hasta para anunciar las convocatorias. Al salir del ascensor, me está esperando Fulgencio, vecino de toda la vida, como casi todos los del edificio.

—¿Has visto el anuncio?

Ante mi gesto ambiguo y fiel a su alma de cotilla, me da pelos y señales: el presidente y el secretario han cambiado, a petición de no se sabe quién, la tradicional expresión “reunión de vecinos”, usada desde tiempos inmemoriales por “reunión de propietarios”.

—Es por los morenitos —concluye Fulgencio.

Los morenitos del 4ºC viven de alquiler, “o eso dicen ellos”, puntualiza Fulgencio. Yo coincido a veces con la chica en el ascensor y, a pesar del color café con leche, se me alegra el ojillo de ver tanta lozanía. Un día hasta me dijo de dónde era, no sé si Cuba o Colombia, ante mi asombro por lo bien que hablaba, siendo extranjera. Se ve que por ahí hay países con buenos profesores de idiomas porque me dijo que lo había aprendido desde pequeñita.

10/I

Se aprueba por mayoría cambiar la cerradura del portal para impedir que los no propietarios hagan uso de las zonas comunes. Yo he preguntado cómo pretenden que entren los morenitos a casa si no pueden pasar por el portal. “Que se busquen la vida” ha sido la respuesta del presidente. Tanto el presidente como el secretario llevan un montón de años porque nadie quiere serlo y a ellos parece que no les importa seguir en el cargo pero se les está subiendo a la cabeza. Además la comunidad va a hacer llegar a la propietaria del 4ºC un escrito de queja por las actividades muy molestas de sus inquilinos: risas y músicas. Me he abstenido de firmar porque yo vivo en el 7º y soy más bien duro de oído.

30/I

Nueva reunión. Amonestan a aquellos que, saltándose el acuerdo democrático –así lo ha llamado el presidente- han permitido el acceso a los no propietarios. Yo soy uno de los infractores.

26/II

La reunión ha sido muy acalorada. Yo creí que ahora que los morenitos se han ido, iba a volver la calma pero me he equivocado. Se prohíbe que los vecinos –volvemos a ser vecinos- permitan el paso a las zonas comunes a nadie a quien no les una relación de amistad o parentesco comprobados. De nada ha servido mi insinuación de que en los cincuenta y dos años que llevo viviendo aquí no haya habido un solo robo, ni pelea, ni nada. “¿Sugieres que hay que esperar a que pase algo irremediable para tomar medidas al respecto?”, ha contestado el secretario – que hay que reconocer que es un pico de oro-, mientras todos los presentes asentían. Al menos han admitido hacer una excepción con los servicios sanitarios. Pero no con los repartidores porque “si se levanta la mano con uno, se nos puede colar cualquier delincuente”.

15/III

Vuelvo de la compra. Ahora salgo con el carro dos veces por semana porque con la artrosis no es tarea fácil arrastrar el carro lleno. Encuentro en el buzón una carta que sorprendentemente no es del banco. Subo entusiasmado a casa y busco las gafas para leerla. Es del presidente. Me manifiesta su malestar por ciertas charlas informales que se mantienen entre algunos vecinos en las que se critican y atacan decisiones tomadas por mayoría. Encarece a esos vecinos que exterioricen sus quejas en la siguiente reunión y que se abstengan, a fin de no provocar la adopción de nuevas medidas, de críticas maliciosas.

19/IV

He bajado con miedo a esta reunión porque me temo lo peor después de que lleve algunas semanas sin que ningún vecino me salude. Como nadie me habla, nadie me explica el motivo. Fulgencio, que fue mi compañero de pupitre en la escuela, me vuelve la cara cuando se encuentra conmigo. El asunto que se somete a votación es la prohibición de que las mascotas –quieren decir Lucas, que es el único perro del edificio- hagan uso del ascensor. Se aprueba. Mis protestas, mis explicaciones, mis súplicas no sirven de nada.

19/V

¿Qué querrán ahora? Lucas y yo nos hemos amoldado a bajar los siete pisos. Yo bajo en ascensor piso a piso y le voy llamando para animarle a que baje por las escaleras. El pobrecito, que ya es muy mayor, llega al portal tan reventadito, entre el esfuerzo y la angustia de no encontrarme, que hacemos el paseo cada vez más corto porque, además, luego le espera la subida, que es más cansada.

Pues quieren y consiguen prohibir que se deje a animales –mi Lucas- sueltos por las zonas comunes. Ni siquiera he protestado. No me serviría más que para subirme la tensión. Se han cebado en mí por haber defendido a los morenitos. Ahora me doy cuenta. Ése ha sido mi error. Fulgencio también les abría el portal. Lo sé porque me lo dijo, pero luego en las reuniones no decía ni pío.

Llamo a mi amigo Antonio. Hace tiempo que no hablo con él. Reconozco que últimamente me he vuelto un poco huraño. Antonio vive a dos manzanas. Le operaron de la cadera y desde entonces no sale mucho de casa, así que lo mismo le da vivir en un 1º que en un 7º. Siempre fue un poco “viva la Virgen” por lo que me atrevo a plantearle mi peregrina intención de intercambiarnos el piso. Me contesta con una voz vieja -no me había dado cuenta de lo viejo que es- que en su comunidad no admiten perros, que tienen más normas que la mía y que se siente así muy protegido. ¿De qué mierda se siente protegido? ¿De su propio miedo?

Lucas viene por tercera vez con la correa de paseo en la boca y me mira con sus ojos tristones. No sé. Ojalá les jodamos las macetas al caer.

FIN

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