Los sábados temprano voy con mi hijo al Gótico a pasear y desayunar chocolate a la taza y buñuelos. Es nuestro ritual; le cojo de la mano y repetimos, desde la boca de metro de Liceo, la misma laberíntica ruta de callejuelas, señalándole las iglesias barrocas o románicas que aparecen, los faroles en las paredes de piedra, las puertas de carruajes y la estrechez de la judería.

Pero el sábado pasado, al llegar a la chocolatería, nos topamos con un imprevisto: “Cerrado indefinidamente”. Improvisé y recordé las chocolaterías de la calle Petritxol y hacia allí nos encaminamos, tomando callejuelas que aún pegadas a las habituales hacía mucho que no recorría. Y volví a ver y mostré a mi hijo las trece ocas en el estanque del claustro de la Catedral, las picaduras de metralla del bombardeo de 1938 en la plaza Felipe Neri, los restos de muralla romana y, en eso, bajando por una de estas callejuelas, sentí una reminiscencia, una nostalgia saliente de un escaparate. Mi hijo se anticipó:

-Papá, mira -me tiró de la mano-, una tienda de cosas viejas.

Y recordé que, pocos metros más allá del Anticuario elegante y con solera al que me arrastraba mi hijo, estaba el otro, el ubicado en un sótano, el Anticuario caótico pero encantador, la fuente de mi sobrevenida nostalgia.

-Esa caja con catalejo de pirata, ¿qué es?

-Una cámara fotográfica.

-¿¡Tan grande!?

Separé del cristal a mi hijo, tenía los ojos como platos.

-¿Y esa caja con trompeta?

-Se llama gramófono y sirve para escuchar música.

-¡Hala!

Tiré de mi hijo callejuela abajo, la curiosidad había agitado mi corazón.

-En tu móvil cabe un montón de música y fotos, ¿verdad papá?

-Así es, -le dije, y me dejé llevar-: los nuevos tiempos, las nuevas tecnologías todo lo hacen más pequeño, instantáneo, universal. Pero las cosas antiguas dejan huella en el corazón.

Mi hijo puso cara de no entender media palabra, pero no dijo nada.

Llegamos; ahí estaba el Anticuario del sótano, prácticamente igual salvo por los grafitis que enmarcaban el ventanal que daba a la callejuela. Y mi nostalgia se tornó en melancolía.

-Papá, ¿quién es el señor del caballo?

Frecuentaba entonces la biblioteca municipal del Raval, menos para estudiar que para juntarme con amigos de la Facultad y salir a fumar al patio porticado del Antiguo Hospital de la Santa Cruz, allí nuestras charlas y anhelos se humedecían del aire mágico y trascendente del lugar. Una tarde nos envalentonamos y entramos a unas chicas sentadas en los escalones del patio, invitarlas a compartir el humo del tabaco provocaría, tal vez, llegar a compartir más. Pero cuando la chica de rasgos árabes o hindúes dijo que no fumaba casi me trago el pitillo encendido y todo. Creo que sus facciones se intensificaron y calaron en mí por su abrigo de lana multicolor, qué atrevido y suave al tacto parecía, qué lindo contraste con su introversión y sus rasgos morenos. El nuevo grupo de chicas y chicos cuajó y cada tarde nos reuníamos en la biblioteca, dejábamos allí los libros y paseábamos por las Ramblas, bebíamos vermú en la plaza Real…

-¿Papá?

-¿Sí? -miré el escaparate-: Es un árabe.

Un día la chica de rasgos árabes o hindúes explicó que su madre era de aquí y su padre jordano, a mí me costó interiorizar sus rasgos y poder visualizarla en la oscuridad antes de dormir. Por las tardes la observaba con disimulo, en grupo yo no sabía de qué hablar y carecía de espontaneidad, pero ella fue abriéndose y reía con mis amigos, sobretodo con uno. Una vez en el Café de la Ópera me quedé solo en la mesa, fueron al baño o a por vermú y vi el abrigo de lana multicolor en el respaldo de su silla, nadie miraba y lo olí y el perfume dulce que desprendió ató el saco de enamoramiento en que me metí, alcé la cabeza y ahí estaba la chica de rasgos árabes o hindúes, mi corazón se desbocó y me absorbieron sus ojos negros. Dijo “eres un chico bueno…”

-¡Papá!

-¿Sí?

-¡¿Dónde vive el árabe?!

-En Jordania.

-¿Y dónde está Jordania?

La chica de rasgos árabes o hindúes me propuso salir del Café y vagar por el Gótico, sentí irreal caminar sin nadie más junto a su pelo negro y liso, el hombro de su abrigo de lana multicolor, el perfil de su nariz tirando a grande, sentía revalorizarme y hallar por fin mi lugar, las callejuelas se ofrecían con unos tonos y relieves distintos y la chica se paró frente al ventanal de un sótano: “¿Sabes? -dijo-, este Anticuario fue de mi tío y de niña cada sábado lo pasaba aquí y para no aburrirme posaba en el escaparate, no decía nada y posaba quieta como una muñeca y no me daba vergüenza, me sentía bien…

-¿Papá?

-… En Asia.

No pegué ojo aquella noche, en la vigilia ya revivía la excitación del paseo de la tarde, ya imaginaba la niña de rasgos árabes o hindúes posando inmóvil en el ventanal del Anticuario; además, preguntas sin respuesta hinchaban de misterio el saco de enamoramiento que me atrapaba: ¿Por qué a una niña tímida se le ocurre semejante atrevimiento? ¿Influirían en su enigmática conducta sus rasgos, su mestizaje? ¿Qué quiso decir con que era «un chico bueno”? Mitad por la ansiedad de volver a verla, mitad por el vacío de certezas, al día siguiente antes de ir a la biblioteca recorrí yo solo el paseo del día anterior, quise recuperar en el escenario pistas que se me escaparan la tarde anterior. Pero al llegar a la Bajada de Santa Eulalia, 4, sentí parárseme el corazón: frente al ventanal del Anticuario del sótano vi el abrigo de lana multicolor, la chica de rasgos árabes o hindúes fumaba junto al amigo con quien tanto reía, que la rodeó de la cintura y la besó…

-¿Te pasa algo papá?

-No, no -dije a mi hijo-. ¿Sabes? Un día pasearás tú solo por estas callejuelas.

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