Como la lluvia empezó a caer a la misma hora que lo hacía todos los días, la noche de la inundación nadie pareció sorprenderse. Desde el mediodía se acumularon nubes cada vez más grises que oscurecieron la ciudad antes del atardecer. Las gotas, gruesas y pesadas, caían sobre la estación principal de buses y ciudadanos corrían de un lado a otro a buscar refugio en los comercios o bajo el puente.

Luego vino el repiqueteo de pequeños cubos de hielo y en tan solo unos minutos una capa blanca se acumuló en los postes, las aceras, los tejados de los comercios, los parabrisas de los vehículos y las alcantarillas. Los niños señalaban la avenida preguntando si era nieve y los adultos, con la mirada atenta en el bus que venía, respondían despreocupados “se parece mucho, pero es más blandita”.

A las cinco de la tarde, la estación recibió la habitual multitud de estudiantes, operarios, hombres con la corbata suelta y mujeres con los tacones gastados. En cada sección de espera se juntaban los alientos, el sudor, la angustia, el tic tac de los relojes y los suspiros colectivos que se resignaban cuando pasaba un bus demasiado lleno o se trataba de una ruta con otro destino.

Ya era de noche cuando el túnel que conectaba de manera subterránea la entrada del sur con la del oriente, colapsó. Nadie podía entrar y a fuerza de empujar algunos lograban abrirse paso. En el nivel más bajo de la estación, los riachuelos desbordaron los desagües y terminaron por formar una laguna imposible de cruzar sin empaparse hasta las rodillas.

A pesar del frío, al interior del túnel se había acumulado tal cantidad de gente y ansiedad que se podía sentir un ligero bochorno en ambos extremos de aquella laguna. El olor de las alcantarillas empezaba a contaminar el aire, de modo que tanto el piso como el ambiente parecían igualmente inundados.

—Con permiso la dama, con permiso el caballero. Con permiso que voy pasando… Disculpe… —decían un par de voces opacadas por la multitud.

Frente a uno de los extremos de la multitud se asomaron dos hombres de mediana estatura, ambos con bigote recio y la apariencia típica de los operarios de alguna fábrica del sector. De inmediato se quitaron los zapatos y se subieron las botas del pantalón hasta las rodillas.

—Si quiere yo la paso hasta el otro lado —le dijo uno de los hombres a una mujer que taconeaba—. Son mil pesitos, la mitá de un pasaje de bus. Vea, los del acueducto se demoran en llegar y de aquí a que arreglen eso con motobomba se gastan tres horas por lo menos En cambio yo la paso en dos minutos y verá que no se moja…

La mujer le dio los mil pesos y se subió a las espaldas del hombre. Al llegar al otro lado, otra mujer, casi una réplica de la anterior en su forma de vestir, pagó la misma cantidad y se subió para ir al otro extremo opuesto. Estudiantes, mujeres, niños y uno que otro hombre de traje pagaban cada uno a su turno por el cruce. Los periodistas llegaron sobre las siete de la noche y trasmitieron en vivo.

—¿De dónde salió la idea?

—Pues es que hay que aprovechar, claro. Mire, nosotros apenas nos ganamos el mínimo y por mil pesitos llevamos a la gente de un lado pa´l otro. Ahí se hace uno su platica sin hacerle daño a nadie, ¿si me entiende?… ¿La señora se sube? Permiso señorita periodista…

A pesar de que los dos hombres no se detenían más que unos segundos para recibir los mil pesos del siguiente pasajero, la multitud seguía acumulándose. En esto aparecieron cuatro hombres con uniforme verde y una motobomba. La gente comenzó a murmurar, quejándose del tiempo, de la falta de mantenimiento, del alcalde, del presidente, de los ciudadanos que arrojaban basura a la calle, del clima, de la ciudad, de lo estrecho de la estación y del bus que quizá ya se habría pasado pero que no habían alcanzado por estar ahí, esperando a que desaguaran el túnel de la estación.

La lluvia, como si fuera cómplice, cesó apenas se drenó el agua del túnel. Los dos hombres que habían ayudado a cruzar a la gente se juntaron en una esquina y contaron billetes y monedas, se colocaron de nuevo los zapatos y se fueron. Sobre las diez de la noche, la estación estaba casi vacía y seca, como si la inundación nunca hubiese ocurrido y la transmisión de los periodistas fuera una mera producción ficticia.

Semanas después, el clima se mostraba mucho más benévolo. El sonido de las lluvias de la tarde era suave, casi arrullador, y a pesar de que se acumulaba la misma gente en la estación, cada uno llegaba a su destino sin mayores contratiempos. Dentro del túnel se cruzaban las miradas de los pasajeros y se escuchaban los pasos, las llamadas de los teléfonos móviles, los taconeos, los suspiros y el descenso de un paquete de frituras en uno de los desagües.

FIN

AVENIDA NQS CON CALLE 13 (ESTACIÓN RICAURTE), BOGOTÁ, COLOMBIA

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