Desde mi portal y con la mirada vidriosa por el frío veo los primeros rayos de sol. Ellos marcan el inicio de un día más en mi existencia. El motor de la barredora anuncia el momento de partir. Me levanto, me estiro y espero a que Luis salga de su letargo. Con su mano, hinchada por los sabañones, toca mi cabeza y sonríe.

-Hemos superado otra noche, chico -articula. Ya me he acostumbrado a su nueva voz, antaño firme y alegre, ahora ronca y profunda.

Rápidamente, Luis recoge su lecho y lo deja plegado junto al contenedor. Le sigo. Hasta medianoche no pasará el camión de la basura y para ese entonces ya habremos ocupado de nuevo el portal. A lo lejos se oyen las voces de los primeros colegiales en llegar. El suelo sobre el que duermo envuelto en mi manta se ve plagado de pisadas alegres que, a la carrera, se dirigen a clase con sus libros a la espalda.

-Hemos estado cerca -murmura Luis lanzando un suspiro de alivio. Ambos sabemos que el día que los niños lleguen antes de que nos marchemos, la puerta del colegio dejará de ser nuestro hogar, tal y como nos advirtió la dirección del centro.

Nos dirigimos al parque. Allí al menos hay urinarios públicos donde Luis puede asearse un poco aunque, hay tantos como nosotros, que debe esperar su turno.

De camino hacia el parque nadie nos mira. Alguna vez un niño se acerca a acariciarme. Entonces noto como una descarga de alegría recorre mi cuerpo y se extiende hasta mi cola, que no deja de moverse. La emoción no suele durar mucho: una madre, un abuelo, un tío… se acerca corriendo y se lleva a mi pequeño amigo en volandas mientras le riñe. Al principio me tumbaba compungido y Luis me rascaba entre las orejas a modo de consuelo. Ahora ya me he acostumbrado.

En el parque todo está como siempre, salvo algunas ramas que el viento ha arrancado por la noche y ahora invaden los senderos. Luis se sienta en un banco mirando hacia el estanque. Yo, a sus pies. Me gusta observar a los patos. Pienso que son afortunados de tener un sitio permanente donde vivir. De pronto, una paloma se posa junto a Luis. Noto como mi vello se eriza y salto a su lado. Divertido, miro como, asustada, sale volando.

Antes de vivir en la calle me gustaba perseguir palomas. Me encantaba oír las carcajadas de Joel, quien, con sus pasitos atolondrados, trataba de imitarme. De vez en cuando tropezaba y caía al suelo, pero ahí estaba yo para ayudarle a levantarse y darle un lametón en su carita de melocotón antes de que las lágrimas anegaran sus ojitos. Carla, la mujer de Luis, había fallecido de un infarto cuando Joel tan sólo tenía seis meses. A partir de ahí Luis cayó en picado, pero trataba de mantenerse a flote por Joel, su razón para vivir. Las dificultades para compaginar los cuidados, los médicos, los horarios del niño con el trabajo llevaron a la empresa a prescindir de él, dejándolo a merced de las precarias prestaciones estatales. Las facturas empezaron a acumularse y las letras de la hipoteca pendientes de pago fueron engrosándose hasta que fuimos desahuciados. Joel, que entonces tenía dos años, fue enviado con una familia de acogida, mientras que Luis y yo nos vimos en la calle. Él podía haber prescindido de mí, haber pedido asilo en un albergue; pero no lo hizo. Se quedó conmigo, lo único que quedaba de su familia. Mi amo, mi compañero, mi hermano, mi amigo.

Llega su turno en el aseo público. Entra a adecentarse para ver si hoy tiene más suerte vendiendo sus figuras de madera tallada. Sé que no cesará hasta recuperar un modo de vida con el que traer a Joel de vuelta.

Oigo un correteo: levanto la mirada y veo una manita regordeta que se acerca a mi hocico. Detrás, unos mocasines brillantes y una voz, que se parece mucho a la del antiguo Luis:

-¡Marcos, no toques! ¡Ajj! ¡Caca! ¡Ca-ca

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