Por mis dudas en el último momento, llegué al piso cerca de medianoche, a una hora muy distinta de la que había anunciado en un principio; supongo que por eso no me esperaba nadie allí.

Solté sobre el sofá verde la bolsa con los tomates que me había dado Francisca antes de salir del pueblo; también dejé junto al sofá la maleta roja en la que había metido un par de bañadores, vaqueros y vestidos veraniegos.

Era la primera vez que estaba allí después de tantos años y, con asombro, iba recordando el espacio según iba encendiendo luces que llenaban de sombra las esquinas. Al salón se accedía desde la entrada principal; mi antigua habitación estaba al fondo del pasillo; la de Lucas, a la izquierda, y la de mis padres, a la derecha, junto al baño. En la cocina aún había una botella de aceite a medias y el bote de galletas también estaba lleno. Una capa de polvo lo cubría todo. Había pasado más de año y medio desde su muerte.

El olor a humedad me era conocido y amable, y sonreí al ver aquel reloj que presidía el salón con su estoico tictac.

No me había terminado de sentar en el sofá a comerme el sándwich que llevaba en el bolso cuando sonó mi móvil. Noté cuando me habló que no arrastraba las palabras y desde el primer hola supe lo que quería. Me habló de mi sonrisa, de mis palabras certeras, de mis ojos…, y quitó importancia a mis reproches. En ese momento no se atrevió a decirlo en voz alta, pero tardó menos de una semana en volverme a llamar. Esa vez sí me acomodé en el sofá para escucharlo y sonreí cuando me dijo que había comprado diez litros de distintos zumos, refrescos de todo tipo —hasta los que no le gustaban, por eso de las segundas oportunidades— y algo de leche para el café. También me habló de los largos paseos que daba con Kiko por el campo de olivos de la finca de Arjona. Me miré la franja descolorida de mi dedo anular mientras hablábamos y creo que se me humedecieron un poco los ojos.

Sin darme cuenta me encontré mirando el reloj cada tarde, ansiosa de que marcase las ocho para sentarme en el sofá a escucharle. Volvía a ser Jaime, el Jaime de siempre, el Jaime que sabía emplear ese tono entre chulesco y bromista con el que me hacía reír, el Jaime cariñoso, el que me preguntaba y escuchaba, y, sobre todo, el Jaime que no bebía. Fue un mes lo que tardé en acceder a que viniera a verme, y un mes y un día lo que tardó en llamar al timbre. Venía con unas latas de refresco; con Kiko, que se me tiró encima mientras movía la cola, y una bolsa de viaje con dos mudas. Dejó «el plástico», como él lo llamaba, detrás del sofá la misma noche que llegó. Y cuando el fin de semana se alargó a una semana, y después a un mes, tuvo que ponerse ropa de Lucas que aún había por allí.

Yo aún tenía guardado algo del dinero que le había dado a Jaime el seguro de la fábrica y quería quedarme allí un tiempo. Nos gustaba pasear por la orilla de la playa; además, el olor a sal y el sonido del viento nos relajaba, y también disfrutábamos de ese nuevo placer que era ir algunos miércoles al cine —en el pueblo no había cines ni playa—. Jaime buscó una asociación allí, reuniones de «los sin sed», como él los llamaba, adonde iba los jueves. Cuando volvía de las reuniones, tachaba orgulloso en el calendario, con un rotulador rojo, los días de la semana anterior. Había colocado el calendario bajo el reloj, en el centro del salón. Más o menos al mes de que viniese, me puse de nuevo la alianza. Él había perdido la suya un año antes, una noche de esas en las que lo olvidaba todo en algún bar.

Algunas veces, cuando iba al mercado, junto con el pollo o el salmón, me traía un ramito de claveles. Allí nadie nos invitaba ni a cumpleaños ni a fiestas, así que por las noches solíamos sentarnos en aquel sofá verde a ver películas antiguas, de esas que guardaba mi madre en el armario junto a la entrada. Aprendimos a disfrutar del día, y nos gustaba levantarnos pronto y salir a correr con Kiko antes de que la ciudad se despertase. También, a veces, cuando volvíamos, después de ducharnos y desayunar, nos dejábamos caer en la cama; esa intimidad también la habíamos perdido más o menos por la misma época en la que él había perdido su alianza; bueno, para ser honesta, creo que fue antes.

Un día vino Lucas. Cuando lo vi en la entrada apretando los labios supe que esa no era una visita de cortesía. Había encontrado comprador para el piso; nos ofrecía más dinero de lo que habíamos pensado, pero había puesto como condición entrar a vivir ese mismo mes. Yo sabía que no podía negarme a la venta, aún faltaban por pagar muchas mensualidades de hipoteca y era la primera oferta en firme que recibíamos; sabía que no podíamos rechazarla.

Cuando se marchó, vi esa expresión en Jaime. Se acercó a la ventana del salón, sé que lo vio subirse al coche; se llevó la mano derecha al muñón del brazo izquierdo, pasando los dedos por la cicatriz mientras balbuceaba algo; después resopló y se dejó caer junto a mí en el sofá. No había notado ese tic de tocarse la cicatriz desde que había venido.

Aquella noche, en la cama, no me abrazó y, por la mañana, se puso la prótesis que había dejado detrás del sofá el día que llegó. Recogí todo, e incluso me llevé el reloj para ponerlo en nuestro salón; debajo colocaría también el calendario, pero supe que poca falta le haría ya el rotulador rojo.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS