Mérida, 1980

Me parecía una ciudad tranquila, por eso decidí quedarme unas semanas, tal vez vivir el resto de mis años. Eso lo sabes bien, aunque déjame decirte: creo me he equivocado.

Recibí tu carta apenas ayer por la mañana y disculpa si a penas hoy te escribo, he estado pensando en tantas cosas. Cuando llegué todo parecía tan mágico, empezando por este clima radiante reflejado en sus habitantes, quiero decir que te reciben con una amplia sonrisa, que deja entrever sus dientes aperlados, cuando los visitas o hasta por tocarles la puerta para preguntarles alguna dirección. Enseguida te dejan pasar, te ceden una hamaca cómoda y acuden a la cocina para ofrecerte un vaso de agua “bien helada”. Además conversan contigo prolongadamente, siempre tienen un tema nuevo para que la hora del almuerzo llegue y puedan invitarte a comer. Cuando decides marcharte te dicen que regresan enseguida y se van a sus patios, después de unos quince minutos entran con una gran bolsa de fibra de henequén o “sabucán” colmado de frutas recién cosechadas, te la obsequian y te suplican regreses al día siguiente.

Siento lástima por las buenas almas que están atrapadas en esta ciudad entre los muros de fervientes creencias. Me gustaría ayudarlas, pero no es algo que pueda lograr. Regresaré a Oaxaca, prometo que en nuestro reencuentro te invitaré a comer unas quesadillas, extraño la comida de allá; los panuchos y la sopa de lima son deliciosos pero no se comparan con nuestras comidas. Mañana abordaré el tren de regreso, no quiero ser el almuerzo de los vecinos, aquí se comen entre ellos. No te asustes, no son caníbales, era en sentido figurado. Lo que hacen es peor.

Si te narro todo en esta carta es porque quiero que estés sin preocupaciones y para avisarte que estaré llegando a la estación el jueves a las cuatro de la tarde. Lo que sucede en esta ciudad es difícil de explicar, de seguro me taches de loco, pero te juro que es verdad, lo he visto con mis pupilas y sabes que soy hombre de ciencia, si no lo veo primero no puedo creer; admito que esto me ha superado a tal grado de querer irme inmediatamente, ya no la considero tan tranquila como pensé. Es verdad, si sólo vienes a visitar estas tierras te recibirán con calurosos abrazos, pero si te quedas a vivir con ellos te incinerarán desde lo profundo de tu ser. Basta con salir a la puerta de tu casa para disfrutar del aire fresco; frente a ti pasarán todos los vecinos y no necesitarán más que sus miradas y sonrisas para que un fuego empiece a propagarse por cada milímetro de tus venas. Todo hierve dentro de ti, se vuelve sencillo soportar el sofoco de tu casa a seguir calcinándote por culpa de los que alguna vez te trataron con harta amabilidad.

Discúlpame si me he extendido explicando estas cosas aún sin decirte lo que sucedió para ser tratado de estas guisas. Verás: Doña Concepción Poot o “Concha”, fue la mujer que me recibió con amplias atenciones en su humilde casa, una señora diez años mayor que yo, pero con menos achaques de los que cargo, siempre vestida con sus hipiles bordados por ella misma. Una de las figuras más conocidas por los habitantes de este lugar, la respetan de una u otra forma. Nunca se queda quieta, nadie sabe a qué se dedica ni cómo puede sobrevivir con tan sólo pasearse. Al preguntar al dueño del tendejón de la esquina por “Concha”, me advirtió que tuviera precaución, pues las malas lenguas murmuran que es una bruja y tiene pactos con el diablo, que ha lanzado maldiciones a varias personas por estar en desacuerdo con ella, algunas han muerto, otras están muy enfermas. Por respeto me dediqué a escucharlo sin cuestionar nada. Aunque te confieso, durante la noche de ese día no logré viajar al maravilloso mundo de los sueños, algo me preocupaba. Quizá extrañaba dormir en mi cuarto de Oaxaca o el frijol con puerco estaba haciendo de las suyas. Luego de meditar, descubrí estaba preocupado ante el miedo de estar maldecido. Cosa tan absurda para un hombre de ciencia; sin embargo el ser humano siente miedo ante lo desconocido. Consideré normales mis miedos: una ciudad desconocida, gente nueva con acento peculiar y guisos extravagantes. Totalmente normal. Seguro de esa noche no pasaría a más. Así fue.

Seis días después, despertando de un sueño donde era el primer hombre en llegar hasta la cima del portentoso monte Everest, escuché un griterío en la casa vecina. Reconocí la voz de Concha maldiciendo a sus familiares, decía algo como “me quisiste matar y vas a sufrir, tu lengua será comida de gusanos y morirás, tus hijitas sangrarán todas las noches, lo juro”. Aseché por la ventana y vi como ella arrojaba tierra (que después me enteré era del cementerio) sobre su hermano, un hombre muy parecido a ella. Una señora mayor trató de protegerlo y fue ensuciada con la tierra. Luego regresé a mi lugar para no ser descubierto. Tras esa escena me quedé, alrededor de un mes, solo en esa casa sin saber nada de ella. Durante ese tiempo la maldición se cumplió, aquel señor falleció después de que gusanos zamparan su lengua y la señora cada vez está más pálida, cada noche sangra en lugar de las niñas, dicen que las salvó de la maldición al interponerse y ser bañada con la tierra. La señora ahora se encuentra grave y las niñas viven con una de sus parientes.

En tanto a mí, ha regresado Concha y no me dirige palabra. Sólo me mira con ojos severos, como los demás. Pareciera que yo sin saberlo he sido maldecido. Siento tanto temor y por eso me regreso, he visto de lo que es capaz esa mujer y no quiero ser comida de nada.

Sin más que decir. Me apuraré a enviarte la carta. No olvides ir a buscarme a la estación.

Besos y abrazos.

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