El ángel de María

El ángel de María

Yess Torres

01/01/2017

María posee ojos verdes y una impactante mirada felina, su piel es morena como la de su madre. Tiene catorce años. Sus manos son toscas y burdas por el trabajo arduo. Los pómulos le enmarcan el rostro, su pelo es largo y tan oscuro como la noche en que desapareció.

Guadalupe va y notifica a las autoridades la ausencia de su hija. El policía la observa, criticando en silencio su modesta vestimenta como si el existir humilde fuera un delito. El oficial realiza un reporte anota el domicilio de la madre, nombre completo y la descripción de María. Cuando ella se retira, destruye el documento.

María se contempla ante el espejo, lo único que brilla tras esa imagen es un ángel sujeto a una cadena de oro que lleva colgada al cuello. Se tiñe la boca de rojo carmesí. Sus párpados los maquilla de azul turquesa, aparenta otra edad. Se calza unos tacones de más tamaño que la muñeca que siempre deseó.

Guadalupe ha ido a pedir ayuda al periódico a la radio; la gente la ignora, le esquivan la mirada disimulan no verla ni percibirla.

María escucha el grito acostumbrado anunciándole la visita. Se acomoda sobre el camastro éste rechina. Tiene los ojos cerrados, traslada su mente a un universo donde no siente dolor mientras el hombre que está sobre su cuerpo se contonea, ella estrecha los puños, el hombre jadea, transpira copiosamente, el sudor escurre sobre el cuerpo de María, le cae sobre el rostro, ahora, también oprime fuertemente los labios.

Guadalupe busca por todas partes pregunta a la gente en la calle y pide monedas. Dormita en momentos el hambre la hace débil, en el día la comida le sabe amarga y de noche tiene un dejo de angustia.

María está de pie junto a la ventana sujetando los barrotes, repara en el nombre de la avenida en la que se enclava el calabozo donde la han tenido por meses en cautiverio. Sarcástica coincidencia: «avenida de la libertad» aprieta con fuerza las barras metálicas.

Guadalupe aborda un autobús con la esperanza de encontrarla en su pueblo, no había lugar al que María pudiera ir no tenían familia que visitar. El camión avanza, observa por la ventanilla como se alejan las calles, las casas, corren deprisa los árboles, las luces, pero su dolor y aflicción quedan inmóviles, no se apartan.

María comienza a ponerse color en la cara mientras ve de reojo a la chica recién llegada, tenía los ojos hinchados por el llanto y amoratado el rostro, seguramente habían llegado a los golpes cuando opuso resistencia. María también le había dejado arañazos al hombre el día que la sujetó y le tapó la boca, y él, contrario de molestarse le presumió una sonrisa no quería lastimar esa cara tan hermosa, le gustaba comerse las frutas frescas sin magullar.

Guadalupe está tirada en la calle, en estado deplorable. Despierta sobre una cama tiembla sin poderse controlar, escucha una voz mencionar que tiene fiebre por la infección que le ha entrado por los pies lacerados. Se abraza ella misma queriendo sentir ese cuerpo que ahora no encuentra; cierra los ojos y una lágrima fresca resbala por su tibia mejilla. No lloraba desde aquella vez que tenía casi la edad de María. Regresaba de la casa donde trabajaba en la limpieza, ya era tarde caminaba rápido, con temor, no había luces que iluminaran esas noches de invierno; fue entonces que el diablo le bloqueó el paso la jaló del brazo y la aprisionó en su infierno. Escapó asqueada, nada valía contárselo a su padre ahogado continuamente en alcohol, carecía de alguien más. En repetidas ocasiones la forzó el hombre con ojos de gato hasta que le notó el vientre abultado y ya no la tomó.

María está sentada frente al espejo, lo golpea con el puño intentando no hacer ruido. Mientras la mujer de abajo le anuncia la llegada de la primer visita. Espera al hombre de pie, se aproxima a él, con un súbito movimiento le raja la yugular con un trozo del espejo, lo empuja dirigiéndolo hacia la cama, se escucha un golpe seco que no sorprende a nadie. Baja los escalones, se planta frente a la mujer de desbordantes senos que usa ropa brillante y ajustada, siempre le ha causado hastío. Examina la figura de ésta, quien la mira azorada. María por vez primera deja escapar una sonrisa, el brazo escondido a su espalda oculta la filosa arma que sin titubear le incrusta en el pecho, la mujer cae de rodillas sin poder emitir ningún gemido. En el recibidor están sentados dos hombres, uno es cliente frecuente lo reconoce por su loción barata y sus dientes amarillentos, el otro, al parecer es su única visita. Se levanta el cliente asiduo con la intención de amagarle, María hábilmente le entierra la puntiaguda pieza en la barriga sintiendo la ruptura de la piel y como se desliza hasta las entrañas. El hombre se mira el vientre, resbalan de su boca hebras con tintes rojizos. El otro cliente retira raudo el seguro de la puerta y se pira del burdel.


Guadalupe permanece con los ojos cerrados imaginando en todo momento la figura de su hija. Inhala tan profundo que al exhalar se le escapa el aliento y la vida.

María patea la puerta y se aleja lentamente, esboza el reencuentro con su madre y siente nuevamente latir su corazón. Abundante sangre brota de la incisión de su mano, un rastro deja tras sus pasos. Su cara rebota al caer sobre la banqueta afuera de una taberna. Los borrachines pasan a su lado sin percatarse. Un hombre advierte el pequeño bulto y se acerca, la examina. María está tendida con los ojos abiertos creando un lago escarlata. El hombre se agacha y cuidadosamente le desabrocha la cadena de oro que lleva puesta. Inmediatamente apresura su andar advirtiéndole a gritos al cantinero que le retorne el crédito vencido ya tenía para saldar las cuentas atrasadas.

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