Es curioso, cuanto más largas llegan a ser las calles de un pueblo o ciudad, las distancias entre las gentes que allí habitan aumentan. Además, cuantas más personas se agolpan en ellas los espacios a nivel físico se reducen pero a nivel afectivo se acrecientan, creándose entre ellas unos abismos insalvables. Yo lo compruebo día a día al residir en la calle más larga de la ciudad más habitada de España, en la calle Alcalá de Madrid.
Aunque entiendo que no se puede ir saludando por doquier (nos quedaríamos sin palabras antes de torcer la primera esquina), andamos escasos de empatía y educación.
Por ir contracorriente, un día transgredí la norma.
Parece ser que la traían todas las mañanas temprano para ubicarla en aquella esquina, como a muchas otras a las que iban repartiendo por aquí y por allá. Cada una tenía su sitio: eran puntos estratégicos de la ciudad para pedir limosna. Yo, que suelo dar paseos cotidianos por donde la colocaban, ya la había visto muchas otras veces, siempre en idéntica postura, de ruego y suplicante, imagino que ensayada, para pedir unas monedas a todo aquél que por allí transitaba. Los domingos no estaba, supongo que libraba; no, mejor dicho, librarían sus ‘repartidores’.
Ellos ganan, ellas pierden; pierden su integridad a cambio de un plato de comida y seguir malviviendo; y quizás, solo quizás, las sometan a quién sabe qué. Ellas pagan su tributo manteniéndose perennes en sus esquinas frías o calurosas, lluviosas o secas, sombrías o soleadas, cumpliendo con su jornada laboral.
Nunca me fijé realmente en ella hasta aquel día de invierno. Parecía muy joven, entre 15 y 20 años, e iba ataviada con su vestido autóctono de tonos rojizos apagados y con un pañuelo a juego en la cabeza. Solamente se le veían la cara y una gélida mano mirando al cielo. Daba la sensación de hacer lo que hacía con plena libertad, aunque su libertad creo que no es la que nuestra sociedad conceptualiza. Nelson Mandela estuvo cautivo gran parte de su vida y dijo: “Porque ser libre no es solamente desamarrarse las propias cadenas, sino vivir en una forma que respete y mejore la libertad de los demás.”.
La sin techo, la sin papeles, la sin nombre, la sin nada de nada, según como muchos la percibíamos, me miró y, sin querer ella ni yo, me narró su historia de penurias, su viaje a ninguna parte, su devenir hasta llegar a aquella esquina donde pedía con su palma totalmente vacía. Me expresó desde el primer instante que prefería padecer en aquella esquina que morar en su antiguo país, antigua aldea, antiguo hogar, por llamarlo de alguna manera. En su esquina no temía a la pobreza extrema, no temía a que la ultrajaran ni a que acabaran con su vida.
Dormía entre cartones todas las noches con frío, mucho frío en aquella época, pero sin ansiedad alguna. El frío se quita con una manta pero, ¿con qué manta te calmas la hambruna?, ¿con qué manta disipas el sabor amargo tras una violación?, ¿con qué manta te puedes escudar de la bala que lleva tu nombre grabado a fuego, o de la metralla de una bomba que lleva, además, el de muchísimos otros? o ¿con qué manta te quitas las ganas de no seguir viviendo?
Ella no se equiparaba con los que pasaban a su lado, que casi siempre la ignoraban y se comportaban como si no existiera, como si fuera una sombra de nadie. Ella solo comparaba la vida que ahora tenía con la que tuvo, la vida que dejó, la vida que siempre recordaría para nunca jamás volver a revivirla; esto es lo que realmente deseaba con todas sus fuerzas.
Captó especialmente mi atención su cutis; era aterciopelado como si hubiera salido del mejor salón de belleza. Pero el suyo era el de quien lleva una vida satisfactoria, se quiere, está a gusto consigo mismo y no necesita de artificios, con una expresión feliz; sí, una expresión de felicidad plena, aun estando postrada al mundo. Tenía un semblante que únicamente el gran Leonardo supo reflejar en “La Gioconda”; un gesto que te relaja, que te induce sosiego en el estómago, que incita a tu corazón para que ría con una risa que contagia al resto de tu cuerpo y provoca que se instaure en ti la máxima placidez.
Sus ojos reflejaban quietud, como el lago de Sanabria sin brisa, pero, a la vez, aflicción, como el poema de Unamuno en el que comparaba sus aguas con un «espejo de soledades»; sí, aflicción y desolación como si conociera su leyenda, la leyenda del origen de aquel lago en el que un peregrino fue pidiendo limosna al pueblo ahora sumergido bajo su superficie y, tras negársela, como castigo, lo inundó sin dejar rastro. “¿Le pasaría eso a nuestra ciudad si no le dábamos algunas monedas?”. Ella al leer aquella pregunta en mi mente mostró una gran sonrisa con la que me decía serenamente: «Tranquilo, no es más que una leyenda.».
Finalmente toda ella me tele transportó al paritorio donde vi por primera vez a mi hija mayor. Me la trajeron envuelta en un chal y con un pañuelito de color rosa pálido en su cabeza. Sólo veía su carita redonda y esos enormes ojos marrones que observaban por primera vez su mundo. “¡Por fin vi un cachito de mi corazón!”. Cuando seguía engullido en mis gratos recuerdos sentí como ella me reclamaba con sus grandes ojos oscuros que no dejaban de mirarme y atravesarme el alma: “¡VUELVE AL PRESENTE!”.
Tras volver de ese fugaz, emotivo y tierno viaje a mi pasado nos volvimos a clavar nuestras miradas y, a modo de despedida, con un levísimo susurro, me preguntó sin cuestionar nada: “¿Has entendido mi historia? ¿Llegas a comprenderme aunque tan solo sea mínimamente?”. Después su tono cambió y se convirtió en un chillido para que todo el mundo la oyéramos. Clamó a voz en grito: “¡SOY LIBRE ESPOSADA A ESTA ESQUINA!”.
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