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La que puede amar se acerca a saludarnos agitando la mano en la distancia, nos cuenta sus anécdotas e historias. La escuchamos porque somos sus amigos. La que puede amar vende pequeños frascos con perfumes de amor que nos ofrece diciéndonos que esas esencias nos surtirá efecto. Sabemos que todas las tardes se detiene en las pilastras del parque a ofrecer y distribuir las pócimas amatorias. La que puede amar no mengua nunca las esperanzas de su trajinar. La que puede amar es joven, lozana y bella por naturaleza, y ese tinte en su mirada entre festivo y melancólico, entre pícaro y reservado, que la hace entre todos nosotros, sensual e inconfundible.


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– ¡Hola!

Saludé al verla por la calle, su mirada era azul como las aguas del océano Pacífico. Creo, no estoy seguro, si había una tripulación de seres anidando en sus cabellos, puesto que se agitaban los mechones negros al aire como saludando.

– ¡Hola! -respondió sin afectación.

Esa terrible sensación de no tenerla contada en mis segundos, es sencillamente enloquecedora. Necesito de esa mujer, aunque sea aérea.

En el atardecer naufraga su esencia cándida mientras vitorea su mercancía a los cuatro vientos. Ya se le acercan a comprar sus frascos de perfume unos señores de barrigas airadas.

Sólo recuerdo que la saludé. Y seguí mi camino.

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