No llevaba ni diez minutos esperando y ya había tenido que saludar al menos a treinta o cuarenta personas. Apretones de manos, sonrisas, besos en ambas mejillas a ellas. No es que le molestase, pero hubiese preferido algo más discreto, menos multitudinario. Por eso, aunque era el protagonista, se había situado en lo más alto de los cuatro escalones, a la derecha del gran pórtico de entrada, junto a una columna redonda que mal disimulaba su presencia. En el mismo escalón, pero en el extremo opuesto, junto a otra columna gemela a la suya, estaba sentada una gitana que pedía limosna, ajena por completo al bullicio que poco a poco se iba formando a su alrededor. No pudo evitar fijarse en ella. Hubiese preferido que no estuviera allí.

Se suponía que era el día más importante de su vida, o lo iba a ser, o lo estaba siendo, aunque en su fuero interno pensaba que lo disfrutaría mucho más si no hubiera tenido que vestirse con el esmoquin alquilado para la ocasión que le oprimía por todos lados; como también le apretaban los zapatos negros y estrechos que acababa de estrenar hacía un rato y ya estaba deseando quitarse; y eso por no hablar de la corbata gris perla que le daba una sensación de estrangulamiento continuo. Debía ser la falta de costumbre. En algún momento le pareció que la gitana le miraba con ojos de conmiseración, como compadeciéndole.

Lo de la indumentaria había sido cuestión de los convencionalismos sociales, pero lo del sitio era cosa de ella. Él hubiera preferido un juzgado, o una sala municipal. Pero ella, licenciada en historia del arte, había insistido en lo mucho que le ilusionaba que fuese allí porque era la mejor representación del barroco del XVII de la provincia, además de haber sido el objeto de estudio de su tesis doctoral, ¿dónde mejor? Desde luego, el pórtico de entrada era impresionante, casi sobrecogedor, las columnas estaban resultando más acogedoras de lo que en un principio le habían parecido, y las escaleras demostraban tener más de trescientos años, con los bordes completamente redondeados. Menos mal, pensó, que no está lloviendo como de costumbre, si no alguien ya se habría resbalado por ellas y partido la crisma. Pero no, no llovía, ni siquiera estaba el cielo encapotado; lucía el sol, un sol primaveral, aún tímido, como corresponde a finales de marzo por esas latitudes norteñas. Se notaba que la primavera pugnaba por instalarse; en los pocos minutos que llevaba esperando ya había visto pasar a varias señoras procedentes del mercado contiguo portando ramos de mimosas amarillas, casi fluorescentes. Una de ellas, incluso, había desgajado una pequeña rama del manojo y la había depositado en el regazo de la gitana que la miró con agradecimiento pero, se le ocurrió pensar, unas monedas habrían sido seguramente más apreciadas.

Desde su ubicación dominaba una panorámica excepcional de la plaza que se abría ante el pórtico. Bueno, más que de la plaza, de la gente que pululaba por ella; al fin y al cabo era un agradable sábado a mediodía, en una céntrica plaza de una pequeña capital de provincias, peatonal, porticada en uno de sus lados por la casa consistorial, lindante con el mercado, no era extraño que estuviese a reventar de gente pasando de uno a otro lado, entrando y saliendo de las oficinas municipales, yendo a la compra o volviendo con las bolsas cargadas, o simplemente sentándose en alguna de las terrazas que añadían color y tipismo. De entre toda esa amalgama le llamó la atención un tipo grueso y bajito que avanzaba hacia él embutido en un traje marrón oscuro un par de tallas menor que su dueño, sorteando gente a la vez que arrastraba varias cámaras fotográficas colgando de ambos hombros, a modo de bandolera. Al llegar junto a él, sudando, se limpió la frente con el pañuelo que llevaba en el bolsillo superior de la chaqueta, y se presentó como el fotógrafo del evento, le felicitó retirándose a continuación mientras buscaba la mejor ubicación para sus cámaras. La encontró en la otra esquina de la escalinata, justo la que ocupaba la gitana pedigüeña, a la que hizo levantarse.

Cuando llegó el coche de ella se produjo un pequeño revuelo entre los invitados que esperaban; es algo que siempre genera expectación incluso entre quien no tiene nada que ver con la celebración. Él se abrió paso entre sus allegados con intención de recibirla con un beso y brindarle su ayuda para salir del vehículo, una de las instantáneas más clásicas para un buen fotógrafo de eventos. Sin embargo, en el último momento, cuando él, sonriente y enamorado, sostenía la puerta del coche y se inclinaba sobre ella mientras le murmuraba que estaba preciosa, fue precisamente la gitana quien se abalanzó, metiéndose por el medio y ocupando por completo el objetivo de la cámara, mientras le ofrecía una ramita de mimosas amarillas, casi fluorescentes: “para que tenga buena suerte, señorita”.

Lástima que la señorita fuera alérgica a las mimosas.

FIN

Iglesia de San Isidoro – Oviedo

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