Para ser invisible basta con que no te miren.

La chica se ha colocado delante de la puerta de un antiguo tablao y sonríe. No lo mira. El chico la fotografía; tampoco lo mira, ensimismado en la pantalla del teléfono. Una anciana china arropada con un abrigo rojo, observa en silencio, sentada sobre dos cajas. A su lado, dos amigas de la pareja se ríen con las muecas que hace la chica. Tomás va desdoblando unos cartones, y le dice a Elisa: La policía viene a las ocho de la mañana y nos los quitan. Como mañana es fiesta, no recogen basura; me ha costado encontrarlos. El chico y la chica miran las fotos. María se arrodilla para mirar a los ojos de la anciana, ocultos bajo una gorra: ¿Cómo estás, Maica? Piernas duelen, contesta la anciana, levantando una pierna delgada. Llevo durmiendo aquí seis meses, dice Tomás, extendiendo los cartones. Elisa le da una caja: Antes tienes que cenar, aún está caliente. Se agradece, dice Tomás. La pareja y las dos amigas, vestidos con trajes de fiesta, se alejan riendo, bajo los soportales de la Plaza Mayor de Madrid. Aunque ya es de noche, hay familias en el centro de la Plaza, y corros de ruidosos amigos, y grupos de turistas que se fotografían sacando la cabeza por los agujeros de las efigies de madera de un torero y una bailaora. Nadie mira los soportales. Tomás baja la voz: Aquellos del rincón roban teléfonos; los venden por cincuenta euros y se los beben en una noche. Estos son polacos o rumanos; los del fondo son marroquíes. ¿Y aquella mujer del rincón?, pregunta Elisa. Igual que yo, perdió su casa, cuenta Tomás. A veces mendiga; hace poco lo hizo para comprarse unas bragas. Elisa eleva las cejas. Y él le dice: Los servicios sociales nos dan ropa interior, pero no traen para las mujeres. Los que estamos en la calle somos hombres. Elisa escucha en silencio. Tomás continúa: Y a los marroquíes les dan casas y a nosotros no. ¿Qué pasa con los nacionales? Yo tengo a mi madre, tiene casa, vive con mi hermana. Por eso no me la dan a mí. Mi madre cobra una pensión de seiscientos euros. ¿Qué hago? ¿Me voy a su casa a gastarle el agua caliente y comerme su sopa? Hace una pausa antes de añadir: Una habitación cuesta al mes trescientos cincuenta euros, ¡sin derecho a cocina!

Elisa recuerda que viniendo hacia la Plaza, ha visto una tienda de ropa que se llama Miseria. Trescientos euros era el precio de un vestido que había en el escaparate. Muy cerca, un joven dormitaba tumbado en el suelo. Junto a su cabeza había una botella de vino. Elisa le dio una caja a la chica que estaba sentada a su lado. Mira, cariño, nos traen la cena, le susurró al oído. El hombre había abierto los ojos al escucharla; ella le acarició el pelo. Pasaron cerca dos parejas; no miraron. Elisa y María caminaron hacia el Madrid imponente del arquitecto Antonio Palacios. Aún les quedaban dos cajas. Los paseantes sacaban la cabeza por encima del cuello de sus abrigos, y elevaban la mirada, siguiendo la línea ascendente de las cariátides de la puerta del Instituto Cervantes. Tumbado en un banco, como una cupletista en el escenario, había un hombre de barba y melena blancas y mirada escrutadora. Agradeció la cena. Elisa quiso hablarle. Sin cambiar la postura, sacó una mano del bolsillo de la gabardina verde y entonó con acento portugués: No, No, No. ¿Conocéis la canción? Sin perder la sonrisa, añadió: Cuerpo caliente, corazón frío, mente enferma. No supieron que contestar. María intentó apoyarse en el banco en el que había unas bolsas. El hombre cantó de nuevo: No, No, No. Se alejaron calladas. Elisa dijo al fin: La sociedad está enferma, porque las personas estamos enfermas. Y tarareó: No, No, No. Mi nombre es No, Mi signo es No, Mi número es No. Las barandillas de la boca del metro, como labios dentados, engullían a los apresurados viajeros. Ninguno de ellos reparó en el hidalgo de la gabardina verde. En la fachada del Ayuntamiento, iluminada en rojo, había una pancarta: Refugees Welcome. Sonó el teléfono de María: Necesitan más cenas en la Plaza Mayor, dijo.

Tomás busca cartones cama, les ha dicho la anciana. ¿Ha cenado ella?, pregunta Tomás cuando llega; deja su mochila roja en el suelo. Elisa dice que sí, y le pregunta por qué esta aquí. Un lunes llegamos a trabajar y el empresario se había fugado con el dinero, contesta. Treinta años trabajando. Se me acabaron los ahorros y el paro. Mi madre no sabe que duermo en la calle; cree que tengo un pisito alquilado. Todos los domingos voy a verla; le llevo pasteles. Elisa abre la boca; Tomás intuye su pregunta, y le dice: A las seis de la mañana me voy al barrio de Salamanca. Recojo lo que encuentro; tiran de todo. Camino más de veinte kilómetros diarios. Un día encontré bolsos; en uno había un euro; en otro, seiscientos. Viví un mes. A Tomás se le ilumina la cara: Vendo los libros en el Rastro; los zapatos me los compran por un euro los marroquíes; el plomo lo pagan a cero ochenta y nueve el kilo. Cuando gane el juicio, me compro una furgoneta. Si ahora puedo cargar cincuenta kilos, con la furgoneta, mil. Y ahora, con tu permiso, voy a terminar mi cama, dice Tomás colocando los últimos cartones. La anciana mira la Plaza bulliciosa, sentada sobre todo lo que posee: dos cajas de cartón.

Mientras se dirige al barrio de Salamanca, Elisa llora. Llora con lágrimas rojas como las luces que iluminan el Ayuntamiento, rojas como la mochila de Tomás; un llanto rojo como el abrigo de Maica. Elisa cena hoy con sus padres. Es Nochebuena. Mañana es fiesta; por eso no recogen las basuras.

FIN

Calles Alcalá y Barquillo- Plaza Mayor. Madrid

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