Me di un baño nada más levantarme; el mismo que acostumbraba a tomar cada amanecer desde el día en que Daniel25 y Marie23 desaparecieron. Unté mi cuerpo con ese barro que contiene una ínfima cantidad de radio, destila el brillo de la escarcha y me protege de las tormentas magnéticas.

Habían pasado semanas de su desaparición cuando tomé contacto visual con una avanzadilla de salvajes. Días después, alcancé a adivinar varios grupos más.

Debo reconocer que el principio de mi existencia había estado marcado por la felicidad. Con la desaparición de mis padres biológicos, llegó el duelo. Superado el mismo, tomé contacto con los salvajes, que a una distancia prudente observaban mis obligaciones con temor. Una mañana me topé con un dibujo en la arena que me representaba con una especie de nimbo. Fue sorprendente reconocerme en esas líneas de trazo irregular. El nimbo hacía destacar la luz espiritual en mi persona; fue entonces cuando comprendí que los salvajes habían encontrado una especie de guía espiritual en mi presencia. Después de meditarlo durante largo tiempo, decidí que había llegado el momento de fundar la Iglesia de los Hombres Nuevos. Fue especialmente llamativa la adhesión de los salvajes a la Iglesia Nueva, la creencia en su profeta, que era yo. Cientos se unieron a la Iglesia Nueva. Sin entenderme, creían cada la palabra que yo les decía. De algún modo habían recuperado las diversas interpretaciones religiosas del mundo para poder encontrar su camino en él. Pero yo era el representante de la Iglesia de los Hombres Nuevos. Aquel que debía restituir toda la belleza y la grandeza que conferimos a las cosas como propiedad y creación del hombre.

Había salido adelante en ese lugar alejado de la Gran Falla. Vivía en las ruinas de lo que fue un complejo turístico siglos atrás. Bloques de hormigón se alzaban a escasos metros de pozas profundas llenas de agua salada. De esas aguas yo me alimentaba. Soy el Hombre Loco, el primer neohumano concebido a partir de la unión corporal de dos neohumanos.

Tuvo su gracia cuando alcancé a comprender el significado de ser profeta a ojos de aquellos salvajes que me superaban en número, pero que abrumados por la falta de respuesta a la pregunta fundamental, me habían aceptado como líder espiritual de la Iglesia Nueva.

Lamentaban la ausencia de Dios o una entidad del mismo orden, pues los hombres antiguos habían encomendado su alma a Dios. Mi trabajo iba a consistir entonces en organizar la Iglesia Nueva. Elevar su espíritu hacia la superación de los miedos que acarreaba cada uno de ellos en su paso por la vida.

Como digo, ejercía como guía espiritual. Me desenvolvía con comodidad sabiéndome valedor de aquellos que me veneraban con una pasión desmedidamente humana. Porque, ¿acaso Cristo no fue uno más entre los miles de establecidos en Judea? En la civilización occidental, Cristo había sido el único entre los hombres.«¡Casi ya dos milenios y ni un solo dios nuevo!», escribió Nietzsche. En su sabiduría, mis padres biológicos me enseñaron las flaquezas, las neurosis, las dudas de la humanidad. Durante años las estudié con detenimiento, las hice mías hasta dejarlas atrás. Estaba preparado para que los salvajes fuesen, a su vez, capaces de superarlas.

En un lento goteo, la Iglesia de los Hombres Nuevos iba sumando adeptos. Definitivamente los salvajes iban a formar parte de la Iglesia Nueva. De algún modo funcionaba la psicología colectiva. Es más: comenzábamos a entendernos gracias a un lenguaje que surgía de un modo espontáneo con el transcurrir de los días.

Una joven salvaje mostraba todo su potencial cuando se arrodilló delante de mí y colocó el trasero en posición, a modo de ofrenda. Adiviné el vello oscuro, rizado alrededor de la vulva, humedecido por la satisfacción que le suponía estar al alcance del profeta. Tuve la oportunidad de penetrarla. La Iglesia de los Hombres Nuevos ha de estar formada por hombres y mujeres de cualquier categoría, sin tener en cuenta la composición de su ADN. La nombré mi ayudante después de haberme corrido adentro de su coño. Tenía la conciencia de que el Dios Nuevo no iba a ser un valor supremo.

Desconocía cualquier defección por parte de los adeptos que me seguían en silencio. Envueltos en capas estaban dispuestos a esperar el tiempo que fuese necesario a que yo me detuviese en el lugar del primer contacto y me dirigiese a ellos para hacerles saber el motivo que los había convertido en sufridores en esa nada que les había tocado vivir, para asegurarles que la Iglesia de los Hombres Nuevos tenía la función de descargarles de la conciencia de culpa y del compromiso con la existencia.

Hoy, por la tarde, una neohumana, acompañada por un grupo de salvajes, ha alcanzado el complejo turístico. Vestida de blanco camina con decisión, ayudándose de un báculo pastoral. Hemos organizado un sencillo comité de recibimiento. De algún modo, el centelleo en mi piel no ha conseguido inquietarla a ella ni a la hilera de discípulos que la preceden. Vengo de Roma, la ciudad destruida por una sucesión de explosiones nucleares, ha dicho con algo de pesar. Yo me he presentado del modo siguiente: Soy el Hombre Loco. La pérdida de Dios como ser supremo abre nuevas posibilidades a la existencia humana. El hombre que se plantea ese desafío, que no gasta su energía en un objetivo metafísico, en un dios como valor supremo, puede con ello sobreponerse a sí mismo. Puedes unirte a nosotros si así lo deseas. Juntos hemos de encontrar el camino y vivir en armonía. Ella ha dicho: Soy Esther32, la Obispa Única. No me toques los ovarios. No he venido hasta aquí para entregar mi cuerpo a un vulgar escéptico. Nietzsche y los suyos murieron hace más de dos mil años. Ellos son los causantes de la extinción de los hombres antiguos. Así que no me jodas. Eres un hombre apuesto. ¿Qué otra cosa puede desear un hombre en la vida?

¡Ah…! ¡Oh…! ¡Oh…! ¡Sí!

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