Lo primero que hacía siempre Maruska al abrir el diario era mirar la sección de fe de erratas.

Antes había danzado el intocable ritual de levantarse al alba, dar de comer al perro, vestirse sencilla pero elegante, ir a la panadería a comprar el pan sin sal, charlar con las vecinas frente a la mercería con las manos en el vientre, doblar la esquina hasta el kiosco, comprar el diario local, volver a casa, tomar un café con una cucharada y media de azúcar en el porche, sentarse en el sofá con el periódico en el regazo, resoplar, rezar a un Dios que no escuchaba, abrir el diario en la sección de fe de erratas y, irremediablemente, decepcionarse y llorar.

Cada mañana igual desde hacía doce años, siete meses y cuatro días, cuando el maldito diario publicó la necrológica de su marido. Maruska no había perdido la esperanza de que el periódico anunciara que aquello había sido una equivocación, un error de imprenta, y quizás así su Anatoly volviera del más allá por arte de magia. Por arte de fe.

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