Siete años tenía cuando miraba a mis dinosaurios de plástico, los recuerdo muy bien, era un clásico tiranosaurio rex y un triceratops; con ellos viví mil aventuras. Paseaban, jugaban y dormían haciéndome compañía. En mis sueños yo era un jinete de dinosaurios, gracias a su fuerza ganaba muchas batallas, logrando con ello reconocimiento en todo el pueblo; y en otras ocasiones los perdía, en sueños más frecuentes que los anteriores, donde un meteorito, inmenso como ellos, los desintegraba en el amanecer.

Un día en que aprendía las tablas de multiplicar, vi a mis amigos en el escritorio, miré a papá y le pregunté: ¿Hace cuánto se extinguieron los dinosaurios? Varias veces lo había preguntado, y papá igual número de veces me respondió. -Hace millones de años, hijo.

Aún guardaba la costumbre de contar mis años con los dedos, miré mis manos un poco sucias y siete dedos vi. Recordé, quise recordar cuando era más pequeño, pero todo era borroso como un sueño, y pensando llegué a la conclusión de que mis recuerdos, nítidos, eran más o menos cuando tenía cinco años hacia delante, antes de eso, no había nada. Desconté esos años en que mi mente era una pizarra en blanco, y solo conté dos dedos de conciencia. Miré a papá y le pregunté: – Hace dos años que tengo recuerdos ¿Dónde estuve antes? Él me respondió que estuve dentro de mamá, y que después de nacer, al ser un chico muy pequeño, sin un lenguaje establecido, era difícil recordar con claridad.

Pero papá no entendió, yo quería saber donde estuve dentro de esos millones de años de distancia que habían entre la extinción de los dinosaurios y mi nacimiento. ¿Por qué no tenia un recuerdo, por qué mi mente me impedía concebir tanto tiempo?

Me sentí abatido, una angustia parecida al ocaso me devoró el estomago obligándome a vomitar en reiteradas ocasiones. Tuve fiebre por varios días, en mi casa me preguntaban que tenía, pero yo, siendo pequeño aún, sabía que no debía hablar sobre la verdad que había descubierto, papá y mamá eran muy felices, no merecían sufrir éste sentimiento de arrojo involuntario en que la vida simplemente es, y nada se puede controlar cuando se trata sobre el tiempo.

Las caricias de mamá eran incapaces de apaciguar a la sombra que se amotino sin aviso previo sobre mis delicados huesos. El frió era real, el calor una mera ilusión.

¿Acaso la vida es un paréntesis entre la nada? Nacemos, desde un punto de partida irreconocible condenados a repetir hasta el hastío, inútilmente, lo que vivieron otros hombres y mujeres. La lógica de mis siete años de edad me decía a gritos qué iba a ser de mí después de la muerte: el manto inevitable de la nada apagará mi conciencia por siempre, volviéndome a lo que era en un principio, un apagón de todo.

Quisiera que nadie se pregunte esta realidad que nubla cada acción que pretendo realizar, pues sus respuestas están cargadas de una oscuridad sobreentendida y total. Jamás lo comente con mi familia ni amigos. Ellos necesitan de la ilusión, de la fe. La humanidad entera necesita de sueños para no amargar el paréntesis de la vida.

Descubrí tal vez lo único cierto, por accidente tal vez o por una idea prematura, que sin método ni mucho intelecto se escapó de mis manos cambiando rotundamente mi efímera vida.

Pero también ¿Quien soy yo para ocultar algo así? Inevitablemente alguien socavara en las mismas conclusiones, o tal vez ¿quién sabe? Quizás pueda ver el lado positivo de éste chiste sin gracia ni sentido.

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