¡San agustín aquí vamos!

¡San agustín aquí vamos!

Domingo diez de julio. Decididos a hacer autostop, vender manillas y pintar tatuajes por el camino, Andrea, Adrián, Eliana, su hijo Juan Diego y yo emprendíamos un viaje desde Anolaima hacia San agustín.

Tambaleando en la parte de atrás de un camión empezó nuestro recorrido y ese mismo día siendo más de las seis de la tarde solo habíamos conseguido llegar hasta La Mesa, un pueblo a veintiocho kilómetros de Anolaima. Aún estábamos muy lejos, el sol se había ocultado por completo, el tiempo transcurría y nadie más se detenía.

Cuando pensábamos que nos tocaría dormir en La Mesa y continuar al día siguiente, alguien se detuvo.

— Hola Muchachos, ¿Hacía dónde van?

— ¡Hacía San agustín!- respondimos en coro emocionados — ¿Usted va para allá?

— No, yo vivo acá en La Mesa, yo creo que a está hora es complicado que alguien los lleve porque ya es de noche, si quieren pueden pasar la noche en mi casa y mañana siguen.

Julián y su esposa Sandra esa noche fueron nuestros anfitriones, una pareja amable y conversadora que decidió abrirnos las puertas de su casa y compartir un agradable encuentro.

Lunes once de Julio. Apenas nos despertábamos todavía un poco cansados cuando Julián nos llamaba a la mesa para disfrutar de un delicioso desayuno.

Coman bien que aún les falta mucho camino.

Y tenía razón, eran cientos de kilómetros los que todavía nos separaban de nuestro destino. Nos despedimos con un abrazo de Julián y Sandra y tomamos nuevamente la carretera.

Habían pasado varias horas, los avisos continuaban siendo los mismos y la mañana estaba por acabarse, así que tuvimos que tomar un bus hasta Girardot. Una vez llegamos, caminamos durante horas con el peso de nuestras maletas, el cansancio propio del viaje y con el sol justo encima de nosotros esperando que alguien pudiera acercarnos así fuera un poco más, pero nadie se detenía.

Hacer autostop es como jugar a la lotería, existe esa adrenalina del juego y de la incertidumbre de no saber qué va a pasar, como en todo juego hay oportunidades de ganar y de perder. Piensas que hay muchas posibilidades de que alguien te lleve por el gran número de vehículos que transitan, pero también sabes que pueden pasar horas y que ninguno de ellos se detenga y quiera llevarte e inmediatamente tengas que pensar en algo más. Esa incertidumbre es lo que te da la sensación de que estás en un viaje.

— Caminemos hasta Flandes y almorcemos allá, no estamos muy lejos — dijo Adrián, quien conocía mejor el camino.

Comenzaba la tarde, apenas habíamos recorrido cerca de cien kilómetros y una camioneta de la policía se detenía justo al lado de donde estábamos. Hicieron algunas compras, nos preguntaron hacía donde nos dirigíamos y se ofrecieron a llevarnos hasta un cruce donde sería más fácil conseguir transporte.

Al poco tiempo de estar en esa ruta pasó un bus casi vacío que se dirigía hacia Neiva, y por un precio muy asequible, una mermelada y una manilla, ambas hechas por nosotros, aceptó llevarnos. El cansancio desaparecía, las risas eran más fuertes y en los puestos de atrás cantábamos cualquier canción que sonara en la emisora, ya estábamos seguros de que ese día entraríamos al departamento del Huila.

Después de cenar, ya casi siendo las once de la noche caminamos hasta un parqueadero cerca de la terminal de Neiva, donde nos permitieron armar la carpa y pasar la noche. Ya estábamos muy cerca, tan solo doscientos veinte kilómetros más y llegaríamos a nuestro destino.

Martes doce de julio. A las seis de la mañana nos preparábamos para salir al Parque principal de Neiva ubicado en el centro de la ciudad, pensando que sería un buen lugar para ofrecer los productos que teníamos.

El día transcurría lento, Neiva resultó ser más caliente de lo que pensé y nadie parecía interesarse por las manillas y tatuajes que ofrecíamos.

De repente estuvimos rodeados. Con frecuencia había visto como la gente se agrupaba en los parques para ver las habilidades de un pintor, un baile, un show de malabares, un divertido comediante y otros artistas que rompen la monotonía del lugar, pero ese día eramos nosotros el centro de atención.

Sorpresa, curiosidad, regocijo y alegría, eran algunas de las emociones que experimentaba cuando terminaba un tatuaje y ya había alguien detrás esperando su turno. Esa mañana, entre lunas, infinitos, trisqueles, estrellas, serpientes y nombres se movía el pincel como una extensión de mis dedos.

Me hubiese gustado tener una fotografía de ese momento, de los tatuajes que realice, de mis compañeras haciendo trenzas de hilo y de Adrián tocando el charango, pero yo estaba ahí, justo en el centro, con un pincel y tinta negra haciendo tatuajes como si se tratara de un oficio aprendido hace mucho tiempo.

La oleada de curiosos transeúntes se había terminado, mi tinta estaba a punto de acabarse, nuestros estómagos pedían comida y nuestros pies continuar el camino. Con un almuerzo encima y algo de descanso nos dirigimos hacía la ruta que conduce al sur del Huila, esta vez con avisos de San agustín y Pitalito.

¡San agustín aquí estamos!

De noche, con un poco de frío y emocionados de haber llegado descargábamos nuestras maletas y pensábamos dónde dormir, cuando se acercó Luis, un argentino de Buenos Aires que llevaba en Colombia algunas semanas, charlamos sobre nuestro recorrido y nos ofreció pasar la noche en casa de la Familia Arcoíris. Esa noche entre brasileros, argentinos, chilenos y franceses compartimos una casa pequeña y acogedora llena de viajeros intrépidos dispuestos a descubrir todo lo que Colombia tiene para ofrecer. Otra aventura apenas comenzaba.

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