El sosaina de mi primo Pablo cenó en casa de sus padres el domingo por la noche y, a eso de las once, se fue a Albacete. A pesar de sus treinta y cuatro años, no hay fin de semana que no baje a Alicante para estar con su papá y su mamá. Lo gracioso, porque reconozco que al principio me hizo gracia, es que a la mañana siguiente, bien temprano, la Guardia Civil de un pueblo de La Coruña llamó para que fueran a recogerlo porque lo habían encontrado tan borracho que no pensaban que pudiera volver solo a su casa.

Yo fui a la escuela con mi primo hasta los dieciséis años. En todo ese tiempo, no lo vi darle una patada al balón como Dios manda ni cruzar dos palabras seguidas con una chica. Si no le pegaron más fue porque mi madre me obligaba a cuidar de él. Eso sí, como sacaba esas notas tan buenas, ahora es abogado en el Ayuntamiento de Albacete, donde le llenan la cartera de billetes todos los meses.

Tardamos casi diez horas en llegar al sitio, Pontos de García Rodríguez. Más de mil kilómetros desde Alicante. En el cuartel de la Guardia Civil, el sargento, o lo que fuera, nos contó que habían encontrado a mi primo dando tumbos por el arcén de la autovía muy cerca de allí. Estaba tan borracho que ni pudieron hacerle la prueba de alcoholemia. Y lo que les costó sacarle el nombre y algún teléfono, porque el señorito –eso dijo– llevaba la documentación de otro. Se ve que se liaron al ponerse la ropa cuando se acabó la fiesta, ¿no les parece?, nos preguntó con recochineo. Traedlo, ordenó.

La verdad es que impresionaba ver a mi primo. Apenas se mantenía en pie. Llevaba la camisa mal abotonada y, como le habían quitado la correa y las cordoneras, se le caían los pantalones y se le salían los zapatos. No pude resistir la tentación de hacerme unos selfies con él en el coche mientras esperábamos a mi tío, que no se cansaba de repartir disculpas y agradecimientos a todo el mundo.

El viaje de ida me gustó más. A las afueras de Madrid, paramos a comer en un sitio que no estaba mal. Mi tío no quiso probar bocado; yo me di un festín. Pero a la vuelta solo me pude comer un bocadillo en una gasolinera y paré dos veces para tomar un café rápido. Mi tío no dejaba de secarse las lágrimas con el pañuelo. Pero qué has hecho, Pablo, repetía cada vez que se giraba para verlo, pero qué has hecho. Yo también lo vigilaba por el espejo retrovisor: ¡Vaya vaya con mi primo!

Amanecía cuando mi tía nos abrió la puerta. Mi tío corrió a sus brazos, pero ella lo rechazó. Qué te han hecho, hijo mío, dijo, pero qué te han hecho. Dos horas más tarde, mi madre me despertaba: a mi primo lo habían ingresado. El médico nos explicó que habían encontrado en su sangre cantidades importantes de una sustancia muy parecida a algunas drogas de diseño. También estaba deshidratado, pero el problema era que los riñones fallaban. Si en unas horas no mejoraba con el tratamiento, lo llevarían a diálisis, y no descartaba que le quedaran secuelas. Mi tío, que debía estar por ahí molestando, como siempre, se cruzó con el médico en la puerta. ¿Qué os ha dicho? ¿Por qué no me habéis avisado? La cosa había dejado de tener gracia.

Hicieron falta veinticuatro horas más para que mi primo se espabilara. Por suerte, sus riñones volvieron a funcionar. No recordaba nada, juraba no haber estado de fiesta y, desde luego, no había tomado drogas. El médico se encogió de hombros y lo dejó estar. Sin embargo, los policías de paisano insistieron más. Aparecieron de repente, solo pudimos ver sus placas un segundo. Buscaban la documentación que mi primo llevaba cuando lo encontraron.

Fuimos en su coche a por ella. Esta es la documentación, dijo mi tía, y llévense también la ropa y los zapatos que traía, no son suyos. Los policías se miraron. ¿Está segura?, preguntaron. Yo le compro la ropa a mi hijo, respondió, estos pantalones son de una persona más alta y más gorda, que encima gasta dos números más de zapato. Los policías sacaron unos guantes de su maletín y lo metieron todo en una bolsa parecida a las que se usan para llevar congelados. ¿Se puede saber qué está pasando aquí?, soltó mi tía de golpe. Los policías volvieron a mirarse. Señora, dijo uno, creemos que han drogado a su hijo, lo que intentamos averiguar ahora es para qué. Sean discretos, por favor, añadió el otro.

A mi tío se le abrieron las puertas del cielo cuando lo supo. A nadie sorprendió que se empeñara en ir a Albacete, al Ayuntamiento, para explicárselo al alcalde personalmente. Y como mi tía quería recoger ropa para mi primo, allá que se fueron. Luego supe que encontraron un aviso de carta certificada en el buzón, que resultó ser otra multa por dejar el coche en la autovía. ¿Tenemos que volver a La Coruña?, me quejé. No, me dijeron, el BMW está en un depósito de Villena.

No me acordaba del BMW. Al verlo tan limpio entre ese montón de cacharros me he convencido de que los policías nos están mintiendo. ¿Mi primo secuestrado por error? ¿Y lo sueltan a mil kilómetros de su casa? ¿Con el pedo del siglo y la ropa y la documentación de otro? No me lo creo. Está claro que mi primo estuvo en un sitio muy especial el domingo por la noche, y debió haber algún problema. También está claro que luego alguien se tomó muchas molestias para que pareciera otra cosa. Pero a mí no me engañan. Por eso tengo que hablar con mi primo. Como no me invite pronto a una de esas fiestas, me voy a enfadar como me enfadaba cuando no me quería hacer los deberes.

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