VIAJE A CHILAPA

El recuerdo es imborrable. Mi padre me lo anunció el día menos esperado, cuando aún no cumplía 9 años. Me llevaría de viaje a la ciudad de Chilapa si creía yo resistir caminando la larga jornada de 20 kilómetros sin descansar. La respuesta inmediata fue que sí.

Mi madre un tanto preocupada porque sabía del largo camino, y mis hermanos, no sin cierta envidia, celebraron la noticia.

Chilapa era la ciudad que todos queríamos conocer porque escuchábamos embelesados lo que mi padre nos platicaba de sus viajes a esa ciudad de la que nos traía juguetes y dulces, de sus grandes tiendas y su catedral con el reloj que reproducía el milagro de la aparición de la virgen de Guadalupe, y su tianguis dominical donde había todo lo que se alcanzara uno a imaginar.

La noche anterior al viaje no pude dormir por la peor pesadilla soñando que en la oscuridad de la noche, mientras ayudaba tratando de evitar que una de las bestias de carga se apartara del camino, me rezagué de la caravana. Casi corría jalando de larienda a la bestia para alcanzar a mi padre.

Me salvó su voz llamándome que era hora de levantarme, y desperté agradeciendo que hubiera sido una pesadilla.

Esa noche pronto estuvimos de camino. Mi padre llevaba a vender al tianguis de Chilapa, cacahuate, guamúchiles, mangos y tamarindos.

Después de caminar buen trecho por terreno parejo pero pedregoso llegamos a la barranca donde el camino se estrechaba y la oscuridad era más intensa, ahí mi padre me hizo cargo de una bestia que debía ir jalando de la rienda.

Cuando salimos de la barranca y llegamos al río, el viento de la noche refrescaba, y mientras los animales bebían agua, aproveché para lavarme la cara, quitarme el polvo, y el sudor, luego empezamos a subir la cuesta de Vista Hermosa, la parte más empinada que obligaba a los animales a aminorar el paso.

La lentitud de la recua en la cuesta pronto se convirtió en tortura para mí que fui víctima del sueño que casi me obligaba a dejar el camino.

La fórmula que encontré fue correr por trechos delante de los animales para tomar ventaja y sentarme en alguna piedra a dormir mientras me alcanzaban.

Así de penoso fue para mí subir la cuesta, sólo por el deseo de conocer la ciudad.

Cuando comenzaron a cantar los gallos avisando que pronto amanecería, ya habíamos encumbrado el cerro y el camino comenzó a aligerarse.

Conforme la oscuridad de la noche se retiraba fue apareciendo ante mi vista una línea recta de color oscuro que me llamó la atención, y más cuando miré aparecer sobre ella un autobús cuya velocidad me impresionóy asustó a los animales hasta casi hacerlos caer con su carga.

Estábamos en el crucero de la carretera nacional donde el olor del asfalto, el esmog y la velocidad eran nuevos para mí.

Con la claridad del día el sueño me abandonó por la impaciencia de llegar pronto a la ciudad.

Ya los rayos del sol nos daban de frente cuando entramos a Chilapa y miré por vez primera sus calles rectas, limpias y pavimentadas, sus casas altas, pintadas y alineadas.

Después de instalarnos en el mesón mi padre quiso que lo acompañara al mercado donde me encontré todos los juguetes imaginables.

Estaba yo en la ciudad de Chilapa y apenas podía creer en todo lo que veía. El palacio municipal rodeado de altos y elegantes edificios con sus tiendas a bordo de calle me tenían alelado.

Por la tarde visitamos la catedral dedicada a la virgen de la Asunción, un edificio altísimo como castillo, y en medio de las torres del campanario colgaba un demonio a punto de caerse, acosado por un santo. Mi papá me dijo que era san Miguel Arcángel tratando de alejar las tentaciones del mundo.

Cuando entramos a persignarnos la iglesia me pareció sombría, oscura y misteriosa, como si no perteneciera a éste mundo.

Al salir miré aparecer a Juan Diego cargando su ayate de rosas a los pies de la virgen, y me sorprendí al ver que las flores que ofrecía caían hasta el piso como la lluvia, y como todas las personas corrían tratando de atraparlas yo hice lo mismo. Con mi rosa roja en la mano me retiré feliz pensando que tenía el regalo para mi madre.

Cuando llegamos al tianguis el domingo en la mañana ya era una romería llena de puestos de mercancía muy acomodados bajo llamativos manteados extendidos como techos para cubrirse del sol.

Nos instalamos lo mejor que pudimos, y mientras la venta comenzaba me puse a recorrer la gran explanada tratando de memorizar lo que ofrecía cada puesto donde aparecían los productos más extraños como las plantas medicinales, cáscaras y raíces, polvos, cenizas, también ajos, cebollas moradas, chile seco de tamaños, colores, sabores y picoresdiferentes.

Y ni qué decir de los silbatos con figuras de barro, los trompos, las canicas y los yoyos, así como las resorteras, los machetes, las ollas de barro, las jícaras, los morrales y sombreros. Era un mundo de antojos para probar, camotes en conserva de diferentes colores, empanadas, buñuelos, palanquetas, cacahuates, chocolates en tablillas. Todo lo que un niño tiene deseos de comprar.

La mayoría de los clientes eran indígenas vestidos de calzón y cotón de manta, con sombreros de palma, sus mujeres de faldas y blusas bordadas de colores llamativos y largas trenzas, algunas cargando a sus pequeños hijos en la espalda como atados de leña. Al oírlos hablar mi padre podía saber si eran nahuas, mixtecos o tlapanecos que se esforzaban en comunicarse con nosotros en español.

Ése día me convertí en ayudante diligente de mi padre porque con la rapidez requerida le conseguía el cambio de los billetes que me encargaba recurriendo al método más seguroy convincente, que era comprar algo en las tiendas para forzar el cambio.

Con el dinero en mis manos fui comprador compulsivo, regresando al pueblo cargado de regalos.

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