Me abrazas tan poco

Me abrazas tan poco

ROSA ESTEFANÍA

27/08/2017

—Tengo que volver con él.

Ella se incorporó ligeramente y apoyó el codo sobre la toalla extendida en la arena blanca de la playa. Gotas de sudor perlaban su frente, protegida por una pamela enorme, ridículamente grande, más propia de una boda de la alta sociedad que de un resort del Caribe. Buscó en la bolsa de rafia un pañuelo con el que secarse. Hacía calor. Un calor incisivo y amedrentador que embotaba los sentidos y nublaba la inteligencia. Es este bochorno, quiso creer ella. Esta brisa húmeda y pegajosa. Insistió:

—No digas tonterías. Ven, siéntate a mi lado.

Él no se movió. Permaneció quieto con la mano a modo de visera encima de los ojos irritados por el salitre, perdidos en un punto fijo sobre el mar en calma.

—Me espera. Tengo que volver. Necesito su abrazo.

Empezaba a asustarse. “Mira que es rarito tu marido”, le decía su madre. Y no le faltaba razón. Abrazaba a los árboles, caminaba descalzo por el parque para sentir la atracción de las fuerzas telúricas del centro de la tierra, conversaba con Lola, su gata, a la que trataba como a la niña que ella no quiso darle. Acabó por acostumbrarse. Pero esto era demasiado. Una insolación, seguro, pensó tratando de consolarse.

—Deja en paz el dichoso pulpo —gritó ya descompuesta— y ponte una gorra que se te está achicharrando el cerebro.

—Calamar. Calamar gigante. Nada que ver lo uno con lo otro.

Su corazón intuyó antes que ella que algo no marchaba bien. Se desbocó, arrítmico y descompasado, cuando le vio salir del agua. Parecía distinto, como si hubieran transcurrido varios meses desde que se alejó para nadar. Traía la mirada ausente y la boca torcida. Una densa mancha negra le ocultaba la mejilla derecha.

—Tienes chapapote en la cara —afirmó levantando el ala de la pamela excesiva—. Joder con las playas paradisíacas.

—Es tinta. Tinta de calamar.

No le hizo caso. Otra de sus excentricidades, imaginó. Acomodó un mechón de cabello bajo el sombrero y continuó con la lectura de la novela ligera y sin pretensiones que acababa de comprar en la tienda del hotel.

—Límpiate, anda, que como se seque….

No terminó la frase. Él se colocó entre ella y el sol hiriente del mediodía, lívido a pesar del calor, tembloroso como si arreciara el frio. Le pareció que lloraba.

—¿Estás bien?

—Por fin he conocido el amor.

—Será con una sirena —respondió ella con una ironía que no podía ocultar la alarma—. En esta playa no hay ni un alma.

—Con un calamar. Un calamar gigante que me ha cubierto con sus tentáculos, llenándome de besos.

No siguió escuchando. Se dio la vuelta sobre la toalla, mostrando la espalda al sol inmisericorde y reposó la cabeza ladeada sobre los brazos humedecidos. Habían recorrido miles de kilómetros en busca de sosiego, de unos días blancos y veraniegos en mitad de la grisura del invierno y el trabajo acaparador y las payasadas de su marido le impedían relajarse y descansar. Por un momento le odió y deseó que la abandonara por ese pulpo imaginario pero el sentido que alerta del peligro a todas las mujeres, incluso a las menos intuitivas, la hizo volverse y tratar de razonar con él.

En vano. Había sido en vano.

Le veía avanzar despacio, abducido por las olas ralas y susurrantes que acariciaban su cuerpo delgado y enrojecido por el sol, los brazos en alto, gritando un nombre que ella no entendía, que no quería entender, porque iba a ser la causa de su viudez absurda y temprana, salvo que las últimas palabras que le oyó pronunciar en un murmullo sólo fueran la voz de su conciencia culpable en una pesadilla dolorosamente real.

—Me abrazas tan poco —le había dicho antes de fundirse con el mar.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS