Carmen firmó la entrega de la carta y acto seguido, la mirada se desvió hacia la palabra «urgente» escrita en rojo en el reverso del sobre.

— Muchas gracias señora.

—Gracias a usted —contestó Carmen, escuchando de fondo los pasos del mensajero en el rellano. Preocupada por el contenido de lo que tenía entre las manos, empujó la puerta de su apartamento. Ésta se iba deslizando despacio, como los amores del pasado, intangibles pero visibles a través de la mirilla de la memoria.

Dando la espalda al presente e inconscientemente adentrándose en un corto viaje al pasado, Carmen abrió con violencia el sobre de color mostaza. En su interior, una carta certificada con unas letras orientales en el matasellos que no fue capaz de adivinar.

—Ya se han vuelto a equivocar —susurró.

Giró el sobre con la ayuda de la otra mano, mientras cogía la taza de café que había posado en el mueble de la entrada para abrir la puerta. En la dirección del destinatario se decía:

Mentxu García Etxeberría

Buenavista Kalea 2-6ºA-Altza

20017-Donostia- San Sebastián

Extrañada y turbada, frunció el ceño y abrió los ojos de un modo dubitativo. Solo conocía una persona que utilizase ese diminutivo, pero aquella puerta se había cerrado muchos años atrás. Intrigada, abrió el sobre y desdobló la hoja cuadriculada escrita a mano en una caligrafía impecable.

«Hola Mentxu. Hace mucho tiempo que no nos poníamos en contacto. Bueno, a decir verdad, yo si te he escrito varias cartas desde que lo nuestro pasó a la historia. Nunca he tenido el valor de enviártelas; demasiada carga de responsabilidad o demasiada intromisión en la vida ajena. En cualquier caso, esta vez si me he atrevido, y lo he hecho porque será la última.

Desde mi último destino observo apaciguadamente, el intenso tráfico en el mar de China. Aquí se entrecruzan veleros, cruceros, pesqueros y ferris. Un laberinto de direcciones efímeras en la superficie, como pictogramas chinos, en pocos segundos se diluye alterando levemente la dirección de los demás navegantes.

En Hong Kong conviven el tamaño inabarcable y lo minúsculo para la retina. Los pescadores de Aberdeen en diminutos juncos (algunos de ellos reconvertidos a paseantes de turistas) y los cientos de inmensos cargueros que pasean por delante de mi ventana cada día a destinos de todo el mundo. Alguno de ellos hacia el puerto de Pasajes. Cuando eso ocurra, tus ojos serán entonces, testimonio de mi pasado. El mismo que me ha llevado inerte, como los restos de basura que expulsa el mar arrastrados por la corriente, a navegar con el rumbo marcado. Entre tanta maleza, aprendí a encontrar pequeños, pero importantísimos matices, de cosas casi insignificantes. Ocho países en diez años son demasiados. La soledad obligada de mi anónimo trabajo, han transformado el misterio y el gozo, en destierro y condena. Fueron muchos los lugares dónde encontrar la belleza, pese a no tener con quién compartirla.

En Estocolmo el tiempo corre despacio, pausado, como la noche. Conocí allí, la soledad de la madrugada iluminada, ausente de ruidos y murmullos laborales y colmada de una profunda carga melancólica. Ese fue el principal regalo que me dio la ausencia de compañía. Descubrí que el lago Mälaren y el mar báltico se confunden como la noche y el día en el mes de mayo. El mar casi inodoro, navega estático a través de la mente hipnotizada por la tranquilidad, dejando para la eternidad un poso de sosiego en la memoria.

En Venecia amé la noche y su silencio laberíntico de calles enredadas. La liviana resonancia de la laguna salobre veneciana acariciando la piedra de Istria; pálida en la noche, reflectante en el día. La exuberancia de la arquitectura del poderío marítimo de siglos. Pero sobre todas las cosas, adiviné colores, averigüé reflejos y me topé con brillos que jamás hubiese soñado. Lo que ves, es un reflejo de tu imaginación. Nada es real, nada es tan perfecto.

Mi último viaje comienza con el traqueteo lento pero decidido del tranvía en la jungla urbana de las finanzas, y se desliza como un gusano por la naturaleza salvaje y húmeda de la montaña. Aquí las huellas de la historia se borran a cambio de poder. El dinero de hormigón y cristal dan la espalda a una arboleda salvaje, húmeda y fecunda en fauna. En el lado opuesto, como Medusa en la mitología griega, Hong Kong es capaz de transformar el agua en piedra, y retando a Chronos, engulle vorazmente kilómetros al mar retando al tiempo.

El sol se va derritiendo, agotado. Rendido. Los destellos suaves y viscosos atraviesan el cristal, acompasando el traqueteo del anciano tranvía. La vista de los pasajeros se voltea hacia los centenares de luces de una colmena enorme, que tejen una red de innumerables luciérnagas, marcando como faros, el camino para navegantes en la noche. El ejército de luces, combate unido y desordenado a la oscuridad en la isla eternamente desvelada, tratando de hacer de la noche, el día.

He llegado a mi destino definitivo. Lo más alto del Peak. Aquello que se interpuso entre nosotros, desaparece de mi vida. Mis identidades se revelan, fugitivas de la prisión de mis últimos diez años. Hoy paso de perseguidor a fugitivo. Al fin, fugitivo.»

—¿Mamá porqué estás llorando?

Carmen levantó la vista, lacrimosa. Atisbó a Leire, despeinada y en pijama. Éste todavía le quedaba grande a pesar de que había rebasado la edad recomendada por el fabricante. Nueve años.

— Nada cariño. Me ha deslumbrado el amanecer. Eso es todo —contestó escondiendo la carta en el bolsillo del pantalón.

— Vístete rápido, cariño. Puntualidad en tu primer día de colegio, ¿vale?

Carmen se levantó y empezó a cortar el pan para introducirlo en la tostadora. Sollozando, miró a través de la ventana. Observó un carguero con cientos de contenedores que entraba, majestuoso, en el puerto de Pasajes. Dejaba tras de sí, una agitada estela de espuma blanca. En pocos segundos se tornaba tan insignificante que lograba desaparecer en el infinito.

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