El valle y el bosque

El valle y el bosque

¡Urdaibai bai! Podría ser un eslogan perfecto para tratar de vender la zona. Pero no está en venta. Tampoco hace falta publicidad, especulaciones ni construcciones.

Por obra de un bendito destino, las habitaciones completas de otros lugares nos llevan a hospedarnos durante mis vacaciones en Euzkadi en el caserío Ozollo, en Gazteiz. La sonrisa y amabilidad de la propietaria, Gema Uriarte, se funden con el paisaje.

El caserío nos acoge como si toda la vida hubiera vivido allí con mi familia. Tal vez la solera, la sobriedad, sus colores, pueden ser los elementos naturales, piedra y madera, desechan cualquier posibilidad de extrañeza. El cansancio del viaje se evapora, estoy en casa.

Después de una plácida noche desayunamos en un pequeño cobertizo, no hay noticias, no hay imágenes televisivas, no hay ruido. La vista se hace ambiciosa, trata de abarcar el máximo espacio. Un manto verde desciende frente a mi hasta los humedales. Un cúmulo de lágrimas etéreas de felicidad, forman un bello remanso azul donde las aves moran majestuosas.

La niebla invade la cumbre de las montañas, densa, dueña y señora de las alturas, saludando al recién llegado.

Llueve lento y continuo. La hierba, fiel aliada del agua, la recibe con alegría, brillando y jugando con ella a modo de trampolín, frenando su caída hasta la tierra.

El valle nos transforma. La serenidad y la calma nos invade, nuestro carácter es otro, los sentidos se alteran de una forma natural, no hay sitio para el odio. El valle nos absorbe, nos hace formar parte de él, como si nuestro ser fuera materia del entorno desde el principio de los tiempos, nos acuna como un hijo, un árbol, una roca, nos hace suyo.

No es un valle. Dios ha juntado las palmas de sus manos ofreciéndonos un paraíso. No hay playas ni palmeras, no brilla el sol, mejor. El valle nos ofrece el triunfo de los sentidos, los árboles y el aire me recuerdan lo profundo que se puede respirar, el valor y la fuerza de la naturaleza.

La lluvia arrastra todo agravio y el sonido de mis pisadas en la hierba, acaban con la pesadilla del ruido del tráfico diario.

Nos acercamos a Kortezubi para visitar el bosque pintado de Oma, la impresionante obra de Agustín Ibarrola que ha regalado al mundo, pero antes nos descubrimos ante la gran labor de Xabir Maiztegui por defender acoger y proteger animales en un entorno llamado Basondo.

La piedra, símbolo de esta tierra, nos recibe ante la empinada cuesta del camino que nos guiará al bosque. dos franjas pintadas sobre ella parecen el preámbulo para la dosis de arte que nos espera.

Apenas un kilómetro, a nuestra izquierda se muestra al fondo un paisaje mucho más que de postal. Diminutas vacas pastan junto a varias rocas que parecen brotar de la montaña, rompiendo el omnipresente verde. Silencio. El tiempo se ha detenido. Corre la grandeza por mis venas, sueño que soy el creador desde lo alto.

¿Cuál es el pueblo que más cerca se encuentra de Dios? Sin duda el pueblo vasco, ya que parten troncos y alzan piedras.

Continuamos por la senda en su mayor tramo ascendente, con el sol y el calor hoy como compañeros de viaje. Algunos visitantes y deportistas se cruzan en dirección opuesta, compartiendo un breve saludo a su paso y mostrando el posterior mutismo que guarda a buen recaudo sus secretos sobre lo que han visto.

La flora aparece ahora más abrupta, los pinos gigantes y orgullosos nos flanquean ahora formando un pasillo de pilares, compitiendo entre ellos por rozar antes el cielo, tal antesala majestuosa al más bello lugar del mundo.

El aroma a eucalipto invade nuestras fosas nasales. Los pulmones responden con un grito explosivo interno de alegría, ensanchándose agradecidos hasta el límite. Hemos llegado sin duda a la frontera con la sensación de entrar en otra dimensión. Todo queda atrás, solo esperamos ver el bosque pronto.

Una marea inmensa de helechos aparece a nuestra derecha. El viento los azota, los inclina con un sonido peculiar. El bosque nos da la bienvenida, nos saluda relajando nuestros oídos.

Hemos recorridos tres kilómetros cuando divisamos el cartel de llegada. Solo queda bajar los doscientos cincuenta metros de escalones, son el vestíbulo de la morada del cuento.

Como maestros anfitriones, los árboles pintados nos reciben mostrándose como un chispazo de imaginación. Diversas señales en el suelo nos indican que mirando en la dirección que señalan, se pueden «juntar» dibujos, uniendo las pinturas de diferentes cortezas.

Besos al recién llegado o de presentación, motos que parecen rugir en competición, líneas que suben y bajan. No estoy cansado pero me siento en la tierra, noto la energía de la montaña. El ambiente es suave, me abraza, me encuentro bien, con una extraña calma. Un sosiego me embarga, no me deja marchar, una leve sonrisa de felicidad se dibuja en mi rostro, tal vez yo sea ahora un tronco pintado. Juraría que me rodean corriendo a mi alrededor sin llegar a tocarme.

Ojos que miran desde los troncos, un círculo grande, quizá sea una puerta redonda a otro espacio, un trazo blanco que asciende y desciende, pudiera ser la línea vital de cualquier hospital. Cientos de franjas de diversos colores, parecen un mensaje de nombres anónimos, víctimas que lanzan un grito multicolor para decir que ahí están.

Sí, es un bosque encantado, son cientos de almas, han entrado en la imaginación del pintor susurrándoles un lugar, una imagen que les de la vida eterna en la tierra.

Ya de vuelta, no nos abandona la sensación del bosque pegada a la piel. Al llegar de nuevo a la extensión de helechos, el viento vuelve a soplar sobre ellos. Es un adiós que las almas expresan por medio de la naturaleza. Junto a la carretera me giro hacia la roca, nos sonríe, no dice nada pero los dos nos entendemos, entiendo al bosque.

Puede que sea víctima de mi propia locura, poco importa. Sí, he visto y entiendo: Un susurro, felicidad, Paz.

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