Para cuando el avión alcanzó la horizontalidad en el cielo, dejando atrás la omnívora e ingrávida ascensión del despegue, yo ya estaba dormitando, desenchufado de su bullicioso interior repleto de turistas que compartían dislocadas expectativas sobre el viaje y de azafatas cuyas sonrisas profesionales eran contradichas por ceños ligeramente fruncidos. Nada sabía del país a donde me dirigía: ni su historia, ni sus costumbres, ni el nombre de su capital o la religión que profesaban sus habitantes y, al llegar, tal ignorancia resultó ser el complemento perfecto para la mestiza mezcla de modernidad y atavismo que reinaba en el aeropuerto. Al lado de las típicas free duty, con sus productos bañados en luz cenital, viejos desdentados vendían fruta podrida en cestos de mimbre.

El calor era un cerco cerrado, compacto, se abría paso hasta alcanzar tus huesos y llegar a su misma esencia, abrasándolos en una pira privada.

El hotel se caía en pedazos con la altiva grandilocuencia de quien se sabe poseedor de un pasado de esplendor. La habitación era un rectángulo conteniendo otros rectángulos más pequeños: un armario, una mesita de noche, la ventana. Abajo, en la calle, manchas coloridas de hombres, ataviados con túnicas, se arracimaban en grupos y gesticulaban elevando los brazos, quizás invocando complejas deidades nativas. No se veían mujeres, y eso hacía que los hombres, todos con barba y aire despreocupado, pareciesen compartir algún secreto masculino, pesado y grave pero, a la postre, irrelevante y fútil. Los contemplé, apoyado en el alfeizar, con la alegre tolerancia del que mira desde las alturas.

Decidí salir. Saludé al recepcionista, enmarcado por decenas de anacrónicas y pesadas llaves, que colgaban de puntas oxidadas clavadas en una pared de madera a su espalda.

Apenas pasaban coches por la carretera y cuando lo hacían se trataba de mastodontes que vadeaban la mal pavimentada carretera a menos de treinta quilómetros por hora. Mercedes de matrícula francesa, taxis a juzgar por las pequeñas muchedumbres apiñadas en sus vetustos interiores revestidos de cuero color tabaco. Viajaban serios y dignos, mirando hacia adelante, sin hablar entre sí, protagonistas de un desfile no anunciado.

Ante mí se extendía una gran avenida, de la cual nacían innumerables callejones y callejas, afluentes sucios y podridos del río de adoquín que era la vía principal. Tenderos, apoyados en la pared o sentados en sillas de madera sin respaldo, bebían té en pocillos blancos y desportillados y fumaban largos cigarrillos con aire indolente, disfrutando de las últimas esquirlas del sol batiéndose en retirada. Un gato desgarraba el blando vientre de una bolsa de basura.

Decidí dejar la avenida, cuya monotonía me parecía impropia para los ávidos ojos de un recién llegado, y tomé una callejuela. La roca viva de sus paredes carecía de puertas o ventanas y se iba estrechando hasta que me preocupó la posibilidad de cruzarme con otro paseante y que no hubiese espacio para ambos Entonces escuché voces a mi espalda, atropellándose como notas de un tema de free jazz, discutiendo agitadamente en su idioma, tan cerca que sentí sus alientos en la nuca. Comencé a caminar más deprisa. Las paredes de color marrón mierda rozaban ya mis hombros. Antes de que me diese cuenta, el callejón terminó y me encontré en una pequeña plaza, con el aire caliente arremolinándose de nuevo sobre mi piel. Miré hacia atrás: nadie me seguía. Entonces lo vi. En el centro de la plaza algún tipo de animal, suspendido en una estructura de madera en forma de L, colgaba boca abajo de un gancho clavado brutalmente en su lomo. Al principio creí que el animal estaba recubierto de pelaje negro, hasta que una porción del pretendido pelaje se transformó en una nube, revelando un círculo de carne despellejada. Eran moscas, cientos, miles sobre el animal, alimentándose de él, sus cuerpos tan juntos que eran el mismo: un ejército de ocupación libando carne. Creí adivinar la familiar forma de una vaca debajo del manto de las moscas. Alrededor de la quizás vaca se arrodillaban decenas de mujeres vestidas de negro, sus túnicas lamiendo la piedra del suelo, sus rostros invisibles bajo la tela admirando el ojo abierto de la res, hasta que este volvió a cerrarse: un parpadeo. Luego otro. Vida allí donde no debía haberla, más terrible que la muerte. El animal estaba aún vivo y la vida en él parecía una feroz equivocación, un cuajo de dolor indecible. Entonces la vaca tembló violentamente, como si hubiese recibido una descarga eléctrica. El enjambre de moscas se separó del animal y se disgregó formando oscuros coágulos en el aire. Las mujeres respondieron al movimiento de la vaca gritando al unísono, un chorro de sonido que inundó la plaza como agua invisible. El animal osciló, haciendo crujir la estructura de madera como si fuesen huesos rompiéndose, hasta que quedó inmóvil de nuevo. Un silencio inseguro, frágil, volvió a la pequeña plaza.

Corrí.

No recuerdo nada más. Aparecí en la cama del hotel. Un rostro me escrutaba. Fiebre amarilla, dijo en mi idioma, desfigurándolo con su fuerte acento. Le hablé de la vaca y de las mujeres- era el doctor del hotel- y meneó la cabeza. Delirios por la fiebre, diagnosticó. Duérmase. Obedecí y en el otro lado, en el lado del sueño, el médico- que me había acompañado hasta allí, no sabía cómo, brujería quizás- me confirmó que todo lo que había visto era cierto. Y ahora despierte, ordenó, y abrí los ojos. El doctor me sonreía burlonamente, mientras ambos volvíamos del reino de los sueños a nuestras precarias encarnaciones en la tierra.

  • Ah, los viajes dentro de los viajes- dijo en su español mestizo.

Y siguió sonriendo, como si cada fibra de mi ser provocase su infinita hilaridad.

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