A pesar de las turbulencias, la azafata compone la escultura de frutas y la envuelve con una sonrisa que me tapa los ojos. Contemplo el plato, no me decido a comer algo tan bello: un tapiz de láminas de kiwi, a modo de estanque de nenúfares, con dos cisnes. El cuerpo es una pera tallada, traslúcida, como una escultura de cuarzo. Indulto a mi ensalada y miro el paisaje. Abajo hay un lago enorme, con una de sus orillas extrañamente rectilínea. —¿Qué lago es?—le pregunto a Mr. Yang. —No es un lago, es el mayor pantano del mundo. ¿No ha oído hablar de las Presa de las Tres Gargantas? Es la mayor obra de ingeniería que jamás se ha construido. Un orgullo para nuestro país —dice.

Mr. Yang se apresura a contarme el plan mientras arrastramos las maletas por los pasillos enmoquetados de la terminal. —Esta noche cenaremos con el alcalde y el secretario local del partido. No debe mencionar nada acerca de Taiwan. Tampoco del Tibet. Lo considerarían una falta de cortesía. Espero que se encuentre a gusto con nosotros y que podamos colaborar con su empresa.

El aeropuerto de Yichang está unido a la ciudad por una enorme autopista. Apenas hay coches pero nos detenemos varias veces por los controles militares. Dice Mr. Yang que hace tres años no había aeropuerto, ni carretera, pero que las comunicaciones son la prioridad del gobierno. De pronto, el coche reduce la velocidad y empieza a traquetear; la autopista desemboca bruscamente en una carretera estrecha que se dirige a la ciudad. Se ven algunos campesinos. Parecen exiliados que huyen de la autopista, del aeropuerto y también de la presa. —Se desconciertan cuando ven todas estas grandes obras a su alrededor, les contamos que son para que progresen pero ellos no lo creen. Por cierto, necesitaría que me dejara su pasaporte. Se lo devolveremos mañana —dice Mr. Yang

—¿Por qué? Ya hemos pasado el control de inmigración. Lo necesito para registrarme en el hotel.

—Ya estamos registrados en el hotel. No se preocupe. Tienen todos sus datos. Las autoridades locales desean examinar su pasaporte. Es una zona muy controlada.Si la presa se rompiera o la bombardearan nuestros enemigos en la primera hora se producirían cinco millones de muertos. Ya sabe, los grandes logros implican también grandes riesgos.

La llave me recoge en recepción, y cuando abro la puerta de mi habitación el equipaje ya está allí. La cama está destapada, con unos bombones de chocolate negro sobre las sabanas y una nota del director del hotel que me brinda una bienvenida geográfica a Zigui, municipalidad de Yichang, provincia de Hubei, República Popular de China.

Despierto bruscamente a media noche, con dolor de cabeza. Quizá por los numerosos brindis de la cena. Bajo a la calle a tomar el aire. El hotel es un rascacielos acristalado, que se yergue como un faro en medio de un mar de chabolas impregnadas por el olor acre del polvo de hulla.Camino hacia el puente y me apoyo sobre la baranda para mirar el río. Las aguas bajan extrañamente quietas, como encadenadas. Quizá es por la presa, la maquina enorme que las controla.

***

Las berlinas negras atraviesan arrozales y campos de naranjos por una carretera para visitar las plantaciones. —Sólo necesito ver las plantas, tomar algunos datos sobre el terreno y muestras— le digo a Mr. Yang; pero me encuentro atrapado en una comitiva de cuatro coches acompañado de funcionarios y políticos de la zona. El calor húmedo me abofetea al bajar del coche. Hemos parado en un pequeño barrio de chozas y basureros y los campesinos empiezan a acercarse como zombis. Curiosidad. Un anciano delgado deja la escudilla de arroz en el suelo y se acerca, mira mi barba y extiende su mano para tocarla, pero se queda a unos milímetros. Apenas percibo un tenue movimiento del aire.

El secretario del partido es un tipo enorme y de carácter afable, viste traje gris, camisa blanca algo raída y una corbata de tonos apagados. Apenas se le ven los ojos tras las gruesas gafas. El alcalde es diferente, todo en él es de marca, desde los zapatos, los pantalones, la camisa y el cinturón, hasta el último modelo gafas de sol que no se quita a pesar de las nubes.

—Tenemos que mantener la armonía en nuestra sociedad.Nosotros gestionamos la riqueza y las inversiones extranjeras, para que se repartan de forma justa y la nación pueda seguir creciendo en paz y orden. Ustedes podrán comprar la materia prima negociando directamente con nosotros, y así evitaremos intermediarios y la lacra de la especulación capitalista. Organizaremos todo para que los agricultores tengan el máximo beneficio —el alcalde habla convencido, desplegando un discurso de hormigón y acero, sin resquicios. Pienso en la presa que selevanta al norte, ocupando la mitad del cielo, del mismo tono gris.

El alcalde saca una pitillera de oro de su americana y me ofrece un cigarrillo con una sonrisa. Lo enciende con un Dupont, también de oro. Le doy las gracias. —La presa ha traído muchos beneficios a la región: energía eléctrica y agua para los cultivos. Ya no nos asusta la sequía, y hemos domesticado a las inundaciones. Controlamos el caudal del río, por el beneficio común —dice.

****

El avión de Air France atraviesa una gruesa capa de nubes bajas a los pocos minutos de despegar. Tengo la sensación de que este viaje no ha existido, que salgo de un cine donde acaban de proyectar un documental en 3D sobre la China rural, como si entre los habitantes del país y yo se hubiese levantado una barrera invisible, pero sólida e impenetrable, como la presa.

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