Llevaba manejando un tiempo indefinido por aquellos caminos bajo una terrible tormenta con destino al pueblo. La cercanía del viejo cementerio rural y sus historias de ánimas en pena, provocaba un temor irracional en mí. Y esta tormenta que jamás cede…

Los faros de otro vehículo detenido en el camino me encandilaron. Detuve la marcha. Un hombre descendió de una camioneta y se me acercó. Me puse más nervioso. El hombre, de unos setenta años, me hizo un ademán para que bajara la ventanilla.

-¡Buenas noches! -dijo el viejo.
-¡Buenas noches! ¿Qué sucede?
-¡No se puede seguir, amigo! ¡La tormenta destruyó el puente que va al pueblo! –
-¿No hay forma de pasar?
-¡Imposible, amigo! Mañana, tal vez, pueda cruzar con la balsa. De todos modos, yo le aconsejo que nos siga en su auto. Puede hacer noche en mi casa.
Maldije mi suerte. Volver a la ciudad me resultaba imposible. Quedarme en el auto toda la noche, menos que menos. El viejo no me inspiraba confianza, pero el ofrecimiento que me hacía era razonable.
Asentí afirmativamente. El hombre volvió a su camioneta. Viré ciento ochenta grados para poder seguirla. Tras media hora de viaje, llegamos a un paraje en el cual se divisaba un antiguo caserón de madera rodeado de añosos árboles.
El anciano descendió de la camioneta y me hizo señas para que baje del vehículo.

Respiré hondo y descendí. Dentro de la casa se presentó formalmente y me presentó a su señora.
-Mi señora, María, y mi nombre, Enrique González, señor… –
-Rogelio Estrada. Gusto en conocerlos, señor y señora González, y gracias. – dije
-¡Oh, no es nada, amigo! No es nada. Cuénteme, señor Estrada: ¿a qué se dedica?
-Soy un empleado de un estudio jurídico. Vivo en la ciudad, y casualmente me dirigía al pueblo para asesorar a un cliente.
-Ya veo. Linda noche eligió para viajar
-Si. Quería culminar este trámite antes del fin semana, pues festejo un nuevo aniversario de casado.
-¡Que bien! ¡Que bien…!

Al rato

-La cena ya está lista -interrumpió la mujer nuestra incómoda charla por diversos temas.
-Por favor amigo, pase por aquí -exclamó el viejo
La velada se me hizo eterna, alumbrados solo por la luz mortecina surgida de un candelabro. Una vez finalizada la cena, González me guió hacia a una de las habitaciones desocupadas.
-Bueno, ésta es, amigo. No será lo que usted soñó, pero es preferible a tener que pasar la noche afuera -dijo con una sonrisa deformada por el efecto de las sombras.
-Está bien señor González. Esto parece ser muy confortable.

-Bueno, cualquier cosa que se le ofrezca… ya sabe.
-No se preocupe. Gracias nuevamente y buenas noches.
-Buenas noches, amigo.

La habitación era amplia con piso y paredes de madera como toda la casa. Una alcoba ocupaba el centro con una mesita de luz a su derecha. Dos viejas sillas de mimbre se hallaban en extremos opuestos, y un arruinado ropero se situaba al frente de la alcoba. Me acosté sin sacarme la ropa. Apagué las velas. Las luces de los relámpagos iluminaban intermitentemente la habitación. Traté de mantenerme despierto pues aun desconfiaba, pero el sueño me venció.

Desperté a consecuencia de un fuerte golpe, como si me hubiera caído de la cama. Todo estaba oscuro. Extrañamente escuchaba los truenos muy cercanos, pero no divisaba luz alguna de los relámpagos. Intenté incorporarme, pero no pude. Estaba apretujado, como si estuviera encerrado en algo muy estrecho.

-¡Oh, discúlpeme, amigo! No quisimos…despertarlo -dijo González
-¿¡Qué pasa!? ¿¡Qué sucede!? ¿¡Dónde estoy!?
-¡Te dije que no hablaras! – escuché la voz de la vieja recriminando a su esposo.
Sáquenme de aquí! ¿¡En dónde me tienen!? ¿¡En dónde me tienen!?- repetí una y otra vez.
-En un… ataúd, señor Rogelio. En un ataúd.

El terror me invadió. Comencé a gritar, a patear el sarcófago de madera, pero casi me era imposible moverme.

-¿¡A dónde me llevan!? ¡Qué van a hacer!?
-Calma Rogelio, calma. Ya estamos llegando. – dijo la anciana
-Vamos a darle… un descanso eterno, amigo. Lo hemos traído a su última morada -dijo el viejo.
-¡Están locos! ¡Están a punto de cometer un asesinato!

-Señor Rogelio, no se puede asesinar a alguien que ya está muerto. Para que lo comprenda mejor, abriré el ataúd.

Esa era mi oportunidad, pensé. Sentí como descorrieron la traba que sellaba el ataúd. Apenas abrieran la tapa saltaría y saldría corriendo.

-No intente escapar, señor Rogelio. No intente escapar pues no podrá hacerlo. –

La tapa se abrió. Inmediatamente traté de incorporarme, pero quedé petrificado. Solo atiné a quedarme sentado en medio de aquel funesto paisaje. Estábamos en el medio del viejo cementerio rural, perdido en la nada, rodeado de tumbas y cruces. La anciana sostenía una vieja cruz de madera frente a mí. Allí pude leer con horror la inscripción en la misma:

“ROGELIO ESTRADA, FALLECIO EL 15 DE ENERO DE 1956. SU SEÑORA Y SUS HIJOS LO RECORDARAN…”

-Señor Rogelio, usted ha muerto hace más de treinta años. Su tumba, junto con otras, fueron violadas y sus restos esparcidos por doquier. Los otros despojos fueron encontrados algún tiempo después, pero, los suyos, nos llevó años hallarlos. Si no hacíamos esto, su espíritu seguiría vagando indefinidamente por estos caminos cada noche de tormenta, en un perpetuo viaje hacia el pueblo, repitiéndose una y mil veces aquel accidente en el puente que le costara la vida. – dijo la anciana.

El viejo González, mientras tanto, sacaba de una bolsa mis sucios huesos que iba acomodando dentro del ataúd y a través de mi figura etérea. Aún no salía de mi asombro, pero los recuerdos vinieron en un torbellino. Estaba todo muy claro y el terror había desaparecido. Me acomodé en el féretro, como parte del ritual de aquella pareja de ancianos. Después que me enterraron y colocaran la cruz en su lugar, escuché a los González orar por mi eterno descanso. Cuando todo fue tranquilidad, simplemente me elevé hacia el firmamento. Por fin había hallado el camino.

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