De pronto decides partir unos días. Buscas en internet un buen destino, los horarios de tren y la ruta. Hecho. Al otro día tan solo habrá que abordar y sentarse a la espera de llegar hasta el destino. A veces no es tan simple.

La sensación de nadar en el vacío y ser invisible te llega inadvertida, cuando te has quedado en tu espacio de confort por el tiempo suficiente para sentir el miedo a lo inexplorado: desconocida la estación de Atocha en la que había que encontrar la vía, imprimir el boleto que no tenía mas que en la pantalla de mi móvil, reconocer el número de tren y asiento. ¿Es sencillo? Debería serlo, sin dejar de mencionar que el viaje no era directo y debía de cambiar de estación a la mitad del trayecto siguiendo las instrucciones que el agente ferroviario daba en catalán.

Bajé con el tiempo justo para tomar el autobús y llegar al otro lado de la ciudad de Valencia, a la estación Nord y abordar el tren hacia Benicarló.

Ya sentada y mas calmada lo pude ver: entendí el recelo a que los hijos vuelen y puedan enfrentar el mundo, porque el desasosiego es de uno que se ha quedado quieto. Al salir de los muros que nos resguardan en la vida cotidiana que conocemos, da pánico y solemos heredarles nuestra inseguridad y metérselas en su mochila.

Sé que basta una sonrisa –pensé- no estoy sola, todos estamos interconectados pero me hacía cargo de la soledad de ser y estar conmigo a solas.

Bajé del tren y salí de la estación a un pequeño callejón donde solo había un taxi.

–¿Peñiscola? – pregunté.

El chofer tomó mi pequeña maleta y caminó hacia el auto mientras yo le preguntaba cual era la distancia y el costo, con el consabido recelo mexicano…

En cuestión de media hora llegamos, paró y me indicó que debía caminar por el callejón que continuaba rodeando el mar pues por ahí no entraba el auto.

Tomé mi maleta y jalé de ella hasta encontrar la entrada al hotel. Estaba exhausta por toda la energía que me había supuesto estar alerta durante horas y pedí servicio al cuarto para descansar.

Por primera vez entré sola a una habitación de hotel, sin poder comentar con nadie lo linda que era y lo espectacular de la vista que tenía frente a mi desde el balcón.

Tras una hora de descanso, un bocadillo de jamón ibérico y una copa de vino que devoré mirando el mar, salí nuevamente a la calle a recorrer el casco antiguo para volver lo suficientemente cansada y caer dormida en unos minutos.

A la mañana siguiente desperté, sola como estaba desde que subí al tren, y bajé a desayunar para aventurarme nuevamente al descubrimiento.

En una tienda la mujer que atendía, al reconocer mi acento, me habló de lo mucho que le gustaba México y de que ahora no se atrevería a viajar sola, aunque lo había hecho mucho de joven.

Lo entiendo -respondí- nos perdemos. Creamos un “nosotros” que a veces invade el “yo” y el “tu” tan necesario para seguir experimentando y descubriéndonos.

Para el mediodía y preocupada por perder el horario de comida, pregunte en un restaurante hasta que me recibirían, a lo que el mesero contestó:

-Hasta que vuelvas.

Aquello aseguró mis pasos de vuelta al local poco más tarde. Pero no solo él me vio, también en el hotel que me hospedé me regalaron charla y buenas historias del lugar, que aún hoy atesoro.

Fueron muchas las horas en silencio y a solas en medio de los turistas que como yo recorrían las calles, pero me sentí libre, cerca de él, mi compañero que no estaba ahí, y conectada.

Ya no había vacío ni invisibilidad, estaba conmigo.

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