LA CATEDRAL DE MILAN

Rafael García

Sobre la ciudad cayó la neblina, y sobre mí un frio que quebraba las huesos. Sentado en una silla de madera propia del estilo gótico, resguardado por un balcón adornado con barandales de hierro forjado, veía como el astro rey se negaba rotundamente a despabilarse. Tal parecía que el firmamento, siguiendo su mal ejemplo, y fatigado de estar sin sostén en el espacio vacío, se hubiera dejado caer, lleno de pereza, para recostarse delicada y suavemente sobre la planicie esmeralda de una ciudad aún dormida.

Yo me arropaba: También la ciudad lo hacía. Todo estaba envuelto en ese tibio velo blanco, tejido de nubes ingrávidas, traspasado insolentemente por una espesura de agujas dirigidas al cielo destacando sobre ellas la Madonnina, luciendo orgullosamente en su cima la estatua policroma de nuestra Señora, realizada en cobre dorado.

¡Al fin!, pareciere que aprovechando esas roturas, la catedral decidió descobijarse lazando los jirones de su manto hacia lo alto, y emergió desnuda, cual nueva Venus nacida del loco idilio entre la tupida brizna que caía y los primeros rayos de sol del nuevo día.

¿Cómo describir es magnificencia, si mis pupilas desmesuradamente abiertas no alcanzaban a envolverla a toda ella?

¿Cómo concebir que ese suave encaje, esas volutas pétreas recubiertas de cantera y mármol rosado, hayan sido confeccionadas con rígida materia, como parte de un grandioso milagro?

La catedral, una mole que sobrepasa los cuatro mil metros cúbicos, construida sobre los cimientos de la derruida basílica de San Ambrosiano, parecía desprenderse del suelo y tomar alas hacia el infinito cielo azul. Proyecto visionario de más de setecientos años, de acumular, distribuir y modelar dejando su huella indeleble en la historia de la ciudad de Milán.

¡Era un deslumbramiento! Después, mis ojos empezaron a distinguir claramente la belleza de las etéreas torrecillas, la esbeltez de los arcos ojivales, y las quinientas estatuas que adornan el frontal del edificio.

¡Cuántos siglos escurridos durante la realización de esta obra inconmensurable!

A fuerza de hurgar en el silencio y en el pasado, mis oídos percibían el golpetear de los martillos sobre los lastimados cinceles. Golpes delicados, musicales rítmicos, como la lluvia que caía sobre los cristales de las ventanas del ábside y en las que aún permanecen las figuras de Juan Bautista, San Eligio y San Juan de Damasco. Golpes amorosos, justos, casi divinos, como aquellos con los que Dios, cariñosamente, se divierte moldeando las almas de nosotros, los pobres mortales.

La mirada adivina aquel ejército extraño de artistas llenos de amor, que en vez de muerte sembraron vida; que en lugar de lamentos hicieron brotar cantos y oraciones, y; que en vez de armas llevaban fervorosamente entre sus manos cirios y velas encendidas.

Al contemplarla el tiempo se detiene, se esfuman las distancias; hasta los seres queridos se desvanecen, sólo quedando el deseo de permanecer así, en alabanza y éxtasis continuos.

Me descobijo y dejó que la inclemente frescura del medio ambiente me acaricie y me abrase. Más tarde deambularé por sus cinco naves, me extasiaré viendo su presbiterio, la cúpula octagonal, la magnificencia de su decoración interior y las cuatro series de quince estatuas que representan a santos, profetas, y otros personajes del Antiguo Testamento. Por la tarde me perderé en las calles en forma de abanico que circundan el “Duomo”, y que constituían el centro de la antigua ciudad de roma denominada Mediolanum. ¿Quién de ustedes me quiere acompañar? Ahí, en la galería “Victorio Emmanuele II” está un lugar encantador, el “Café Campari” brindaremos con un “Marocchino”, o un “bitter”… en esta ocasión invito yo.

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