Un presente para Kahsinar

Un presente para Kahsinar

Al comenzar la década de los ochenta, la ciudad de Katmandú era un rincón del planeta que, como si del mismo Brigadoon se tratara, parecía haber surgido de un largo sueño que hubiera tenido a la ciudad, como al resto del país, encantada y atrapada en el tiempo durante siglos. Nepal se mostraba entonces puro y auténtico, sin atisbo ni muestra de que la civilización occidental hubiera influido, ni siquiera tímidamente, en su latir cotidiano. Un dato llamaba la atención del atónito visitante: ni un solo semáforo en todo el país. No hacían falta. El medio más vanguardista para los desplazamientos interiores era la bicicleta; máquina que, en su simplicidad, aportaba al espectador una de esas pocas pistas visuales que nos revelaban que no estábamos en la Edad Media. La experiencia resultaba fascinante. Entrar en el túnel del tiempo siempre fue una fantasía que en algún momento de la vida ha alimentado los sueños de los espíritus viajeros.En esa visión retrospectiva, el aeropuerto no escapaba de la sensación de vuelta a otra época, en este caso, a los orígenes de la aviación. La entrada por vía aérea a un destartalado aeródromo en miniatura, milagrosamente enclavado en una pequeña depresión entre las abruptas cumbres del Himalaya, era una vuelta de tuerca más para quienes, como yo por aquel entonces, no teníamos del todo superado el miedo a volar. Besé la pista al llegar. Poder sentirse sano y salvo, y ya en tierra, lo percibía como un verdadero milagro, después de un serpenteante vuelo entre nubes y afiladas crestas. La estampa del Boeing 727 de la Royal Nepalesse también decía lo suyo al respecto. Era el único jet de la compañía y transmitía la poco reconfortante sensación de que lo hubieran adquirido en un saldo. Contemplado en la película de los recuerdos, ahora lo veo como una anécdota que añade cierta magia a lo que de aquella experiencia queda en mi retina viajera. Era el comienzo del viaje más exótico e interesante de cuantos llevaba hechos hasta entonces. Cada pequeño detalle de cuanto iba descubriendo en días sucesivos ponía a prueba la capacidad humana de sorprenderse. Unas semanas antes, había estado en Cachemira. Parecía que aquel encantador, aunque conflictivo, rincón de India, en disputa con Pakistán, ya nos había ofrecido las sensaciones más impactantes que un europeo pudiera esperar. Por ejemplo, ver de cerca por primera vez un burka, en cuyo interior se supone que habitaba una mujer, y que transmitía sensación de angustia, impotencia e injusticia. Resultaba incomprensible para quienes nos regimos por valores y costumbres muy contrapuestos. Desde la placidez de las casas flotantes del lago Dal, Srinagar transmitía una falsa sensación de paz sobre la que aún hoy subyace la crispación latente de un serio conflicto enquistado. Nepal, en cambio, era otra historia; con ciertas similitudes, pero, en general, muy diferente. Este viaje, que hacía junto a Federico, un viejo amigo fascinado por la cultura nepalí y tibetana, era como mirar a través de un caleidoscopio de imágenes y costumbres. La familiaridad de Federico con aquel entorno le venía de su experiencia por anteriores visitas. Coleccionaba antiguos sellos de lacre tibetanos y, en su búsqueda de nuevas piezas para su ya considerable catálogo, le acompañé por los lugares más recónditos. Cierto día, fuimos a visitar a un antiguo conocido suyo, Kahsinar, un especialista en piezas antiguas tibetanas, vendedor de tankas de gran calidad, al que acabamos comprándole algunas interesantes obras hechas por los lamas. Kahsinar se mostraba agradecido y amable, hasta el punto de llegar a invitarnos a cenar a su casa, con su familia. Aquello sonaba bien, pues permitiría a nuestros ojos foráneos conocer cómo vivían y cómo era por dentro la vida doméstica cotidiana de aquella gente. Aceptamos la invitación. Se imponía responder llevando algún presente, pero no acabábamos de ver cuál, ni dónde adquirirlo.

Durante nuestra estancia en Cachemira, pudimos comprobar que, pese a ser musulmanes, y a las limitaciones que, al menos en teoría, la religión les imponía, nuestros contactos estaban muy al día de dónde se vendía, con toda legalidad, una ginebra local, al parecer, de excelente calidad. Allí nos llevaron, sin duda, más guiados por la perspectiva de obtener una comisión, que por las posibles restricciones coránicas. Compramos una botella, con la intención de comprobar si aquello era consecuencia de la dominación inglesa, pero, sobre todo, por darle oportunidad al destino de poder saborear un gin-tonic en nuestra casa-barco sobre el lago. La tal ginebra, envasada en botella de plástico, era el líquido más parecido a la gasolina que ser humano hubiera probado. Sus parámetros de «excelencia» nada tenían que ver con los nuestros. No resultaba aconsejable su ingesta, ni parecía que su asimiliación por el aparato digestivo fuera a ser inocua. Una previa cata ya ponía en alerta sobre el peligro de fumar al mismo tiempo. El caso es que era evidente que aquella botella, con casi la totalidad del líquido elemento al que servía como continente, estaba destinada más a perpetuarse como curioso recuerdo, que a ser empleada como ingrediente de combinado alguno. Así las cosas, a nuestra llegada a Nepal, la botella nos acompañaba más entera que nosotros mismos. Ante la invitación de Kahsinar, después de darle algunas vueltas al asunto, sin saber qué presente llevar, Federico y yo cruzamos nuestras miradas y apuntamos a la botella de gin indio. Kahsinar nos hizo reverencias por tan acertado detalle. Como muestra de agradecimiento, decidió, sobre la marcha, que la compartiéramos con él en la cena, como bebida de acompañamiento, cual si de un Vega Sicilia se tratara. Me quedé lívido. No hubo forma de esquivar el trago, y otro, y otro, y otro más. Aquello, acompañado de unos platos que recuerdo como los más picantes del mundo, era como si hubiéramos comido dinamita pura. Finalmente, acabamos constatando que los límites de lo que el cuerpo humano es capaz de aguantar están bastante más lejos de lo que imaginamos. Tan lejos, como hoy quedan ya aquellos recuerdos.

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