Un testigo estelar

Un testigo estelar

A pesar del tiempo transcurrido, todavía cuando cambiaba el tiempo le molestaban las cicatrices de los clavos. Qué paradoja tan irritante: vivir casi eternamente, viajar por el universo a través de las once dimensiones espaciales, ser capaz incluso de cambiar de apariencia a voluntad y, sin embargo, tener que seguir soportando aquellas imperfecciones; los restos humanos en su herencia genética le jugaban esas malas pasadas.

Después de tantos ciclos desde la Gran Reforma, ya nadie recordaba en qué momento tuvo lugar o quiénes eran entonces los Señores del Consejo, responsables últimos de la desaparición de cualquier estructura social parecida a lo que en algunos planetas, como la Tierra, se conocía como familia. Desde la implantación del nuevo Sistema Colectivo Global, orientado a la consecución del bienestar de la Mayoría, la Federación Galáctica decidía el destino de sus ciudadanos antes incluso de su nacimiento, lo que permitía —mediante las modificaciones genéticas adecuadas—, orientar el desarrollo del individuo y obtener así una mejor adaptación funcional para el cometido al que cada uno hubiera sido asignado.

Nuestro protagonista era uno de los muchos elegidos para analizar los acontecimientos más relevantes, en el devenir de los diferentes planetas de la galaxia en los que se conocía la existencia de vida (más o menos inteligente). En su caso, debido a su herencia de origen mestizo con algunos componentes terrícolas, el planeta que se le asignó fue la Tierra, donde una forma de vida proclive a la violencia le ponía a menudo en situaciones en las que no era inusual sufrir algún tipo de percance físico; por ello y para minimizar el posible sufrimiento, sus células estaban programadas para reaccionar al dolor generando una pequeña dosis de narcótico, suficiente para sumirlo en un estado de somnolencia. 

Solía aprovechar estas ocasiones para recorrer, mentalmente, algunos de los momentos de la Historia de la Humanidad a los que había sido enviado como observador y en los que siempre, incumpliendo sus órdenes y las normas básicas de cualquier investigador estelar, había acabado involucrándose. Ante él desfilaban todos aquellos recuerdos, convertidos en imágenes curiosamente nítidas: los años compartiendo glorias y miserias con los héroes griegos durante el asedio a las murallas de Troya, antes de entrar en la ciudad con el astuto Ulises; la belleza de la gran Tenochtitlan que conoció como soldado de Cortés, al que Moctezuma II consideró un enviado del dios que vendría del Este —un error que acabaría precipitando su final y el del mundo que gobernaba—; el hambre y el frío disputándose la mortandad en Stalingrado, durante la batalla considerada hasta entonces la más sangrienta de la Historia; la propagación por todo el planeta, en pleno siglo XXI según su medición del tiempo —ante el asombro de unos habitantes convencidos de su protagonismo indiscutible en la evolución de la vida—, de un virus incontrolado que sufrieron en mayor o menor medida todos los entonces llamados países, sin que ningún gobierno supiera reaccionar con la debida rapidez… 

Se detenía en estos u otros acontecimientos sin elegirlos, sin valorar su grado de importancia en el devenir de la Humanidad, de la que a fin de cuentas también su raza procedía. Sin embargo, quizá debido al dolor, nunca pasaba por alto su estancia en la antigua Galilea —entonces una provincia más del Imperio Romano, uno de los más relevantes de la Historia terrestre—, donde acabó crucificado tras pasar allí unos años convertido en profeta, un profeta que llegó a ser demasiado popular. «Después de todo ―solía plantearse al llegar a este punto―, quizás habría sido mejor para todos que me hubiese quedado con aquél hombre, que pasaba por ser mi padre, y aprender con él el oficio de carpintero».

Vangelis

One More Kiss, Dear – Blade Runner: Original Motion Picture Soundtrack

East West Records

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