Linda y Claudio, una pareja de película

Linda y Claudio, una pareja de película

Después de dos días viajando sin parar a lo largo de todo el país, durmiendo a ratos en el coche mientras el otro conducía, el cansancio les obligó a detenerse en aquella pequeña ciudad. Una ciudad sin nada de particular que, como tantas otras, había crecido a ambos lados de la carretera que la atravesaba. Hoteles, bares, comercios… prácticamente todo lo que podía tener interés se encontraba en la calle principal, pero ellos prefirieron aparcar en una zona más apartada en la que vieron un viejo letrero de hostal. Dejaron en la habitación la bolsa en la que cabía todo su equipaje y bajaron a buscar un sitio donde tomar algo. No tuvieron que andar mucho: había un bar al otro lado de la calle.

La puerta chirrió mansamente al cerrarse tras ellos, como un gato que quisiera hacer notar su presencia. Ni el ruido de los dados golpeando contra la barra ni el de las banquetas arrastradas con rudeza, nada parecía molestar a los clientes acodados al caer la tarde frente a una cerveza. A esas horas parecía un bar de hombres, de esos en los que es raro ver a alguna mujer y mucho menos sola. Al pasar, Claudio la cogió del brazo acercándola hacia él, no para protegerla ―sabía bien que no lo necesitaba―, sino por presumir delante de aquellos parroquianos, como un primate al que le gusta marcar su territorio. Se acercaron a la barra a pedir algo de comer. «Les puedo hacer unos bocadillos ―concedió el camarero sin mucho entusiasmo». Pidieron dos de jamón y unas cervezas y se sentaron al fondo, en una mesa junto al billar.

Después de dar buena cuenta de la comida y de otras dos cervezas, decidieron tomarse una copa echando una partida. Mientras él colocaba las bolas sobre el tapete, Linda se dirigió hacia una gramola que descubrió en el otro extremo del local, que era bastante más grande de lo que les pareció al entrar. Se notaba que el bar había tenido tiempos mejores: en un rincón todavía se distinguía lo que debió de ser un escenario y ahora se usaba como almacén. No resultaba difícil imaginar el ambiente de cualquier viernes por la noche, con algún grupo de chavales intentando hacerse oír entre el bullicio de la gente que llenaba el local. Ella misma había cantado con algunos de esos grupos en unas cuantas ciudades como esta. En una de las actuaciones conoció a Claudio, que tocaba la batería, y decidieron emprender una carrera juntos. No pudo evitar sonreír al pensar en el tipo de carrera en que su vida se había convertido.

Llevaban allí algo menos de una hora cuando desde la calle empezó a llegar el sonido de las sirenas de los coches de policía. Parecía, por el alboroto que formaban, que hubiesen movilizado todo un ejército. Justo en ese momento sus rostros aparecieron en la pantalla del televisor: armados y muy peligrosos, decía el locutor. Los clientes del bar siguieron a lo suyo, dejando claro que el asunto no iba con ellos.

―Os habla el comisario ―la voz salía de un megáfono―. Estáis rodeados, así que será mejor para todos que no intentéis hacer ninguna tontería. Salid con las manos en alto ―el comisario les tuteaba, como suelen hacer las personas de cierta edad con alguien más joven.

Esperaron a terminar la partida de billar, apuraron las copas y pagaron al camarero, que agarró la pasta sin levantar la vista de la barra. Linda y Claudio se besaron y salieron del local cogidos de la mano, intentando sonreír. Parados en medio de la acera, levantaron los brazos para saludar a los curiosos que siempre atrae un cordón policial. La descarga pudo oírse desde el otro extremo de la ciudad.

Bob Dylan

Knockin’ on Heaven’s DoorPat Garrett & Billy The Kid

Columbia Records.

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