La niña esquimal

La niña esquimal


Nací en el polo norte hace 15 años, Aninnik es mi nombre, mi familia construyó una tienda de piel de caribú con huesos de ballena en una aldea Yuit. Cuando viajábamos por Siberia había escuchado un día en un qaggiq a un viejo sabio decir que existían lugares en el mundo donde no hacia frio, lugares donde no se necesitaba del qulleq para calentarse, ni grasa de animal, ni musgo para quemar. Desde ese día quise conocer esa tierra más allá de la tundra; mi piel pálida y mis cachetes rojos se preparaban para un viaje, cerraba mis ojos cada noche pensando en escapar.

Hace cinco meses me fui de la aldea, salí abrigada con una parka de piel de reno cosida con tendones a una capucha de zorro, pantalones de piel de oso, botas, guantes y un immiut que me regalo Alasie mi madre cuando era niña, gafas de colmillo de morsa para que no se quemen los ojos con la luz de la nieve, traje un cuchillo, gasolina, la caña de pesca, mi tambor qilaat, una foto de mi familia y un mapa de la tundra ártica. No me despedí de nadie y le robé la motonieve a mi abuelo Toklo.

Desde siempre había viajado por la tundra de Siberia con mi familia. Mi padre Nanook me había enseñado a recolectar bayas, cazar y a curtir pieles, conocía bien los caminos para salir de Rusia…
El primer día cruce las montañas que llevan al rio Lena, encontré tres casas de hielo abandonadas que servían como refugio para cazadores, en uno de estos iglús encendí el fuego, busque mi libertad en la luz incandescente y mientras me dormía le recé a la gran Nuna, la Diosa de la tierra para que me cuidara en mi viaje hacia Mongolia, mi destino.

En una región lejana semanas después, yo misma había creado un campamento provisional con piel de reno y colmillos de morsa. Un día mientras preparaba foca pía con hierbas vi un oso polar acercarse, sentí miedo como nunca en mi vida, con mi estatura de 1.40 cm observe al gigante y agarre temblando el cuchillo en una mano y en la otra trozos de carne, nuestros ojos se encontraron en miradas desafiantes, no era la primera vez que veía un oso, pero si la primera vez que estaba tan cerca como para escuchar sus gruñidos, le arroje carne y comió hasta terminar, luego indiferente me olfateó y se marchó.

Semanas después cuando se acabó el combustible de la motonieve, empecé a caminar por la orilla del rio Lena; en un afluente congelado saqué mi tambor qilaat y sobre el agua gélida empecé a zapatear la danza que me enseñaron los Inuit cuando era niña para ahuyentar el miedo, la libertad de estar sola en la naturaleza blanca me hacía danzar con alegría, estaba imbuida en el sonido del tambor y en los cantos esquimales de mis ancestros cuando de repente escuche un ruido, me escondí y me prepare para cazar, pero para mi sorpresa no era una bestia sino un trineo tirado por perros esquimales que llevaban a un jefe Inuit, estaba cerca de una población, espere a que el trineo se perdiera en la nieve y fui detrás.                                  Cuando llegue a la aldea robé un poco de pescado sculpin y bacalao del Ártico y armé el campamento lejos sin ser descubierta, observé las estrellas en el cielo titilando que se mezclaban con los colores verdosos y amarillos de la boreal, con muchos kilos menos y abatida por el frio, cerré mis ojos y en visiones colores brillantes aparecían y desaparecían delante de mí, sentí elevación y armonía ennoblecedora, luego unas figuras de animales sagrados se mostraban como aborígenes de la tierra y el cielo; era la hermosa Nuna que se me presentaba sin forma, no tenía  miedo, lleve mi mano al corazón y bajé la cabeza ante la Diosa de la tierra, en ese momento frente a mis ojos se presentaron las imágenes más tristes, era Alasie mi madre, Nanook mi padre, Toklo mi abuelo y todos mis hermanos juntos alrededor del fuego llorando mi ausencia; siempre pensé que este viaje me traería la muerte y sin embargo me estaba dando la vida, nunca estamos tan vivos como cuando la muerte gélida se aproxima.

Camine meses enteros, pescando y arrastrando los pies en la nieve, extrañando a mi familia, con el frio helado en los huesos, arrastrando la pesada tienda de colmillos de morsa y aferrada al qulleq para calentarme en las noches, cada par de horas sentía la muerte gélida impregnada en mis ropas de piel, ya no me importaba llegar a Mongolia y lo que me mantenía viva era mi tambor y la fotografía de mis padres.

130 días después de escapar de la aldea y completamente débil me entregue a la muerte, hice un hoyo grande en la nieve, me metí en aquel hueco, besé el tambor y observé la fotografía mientras mis lágrimas se cristalizaban por el frio –quería morir recordando a mi madre– sin embargo, el destino muchas veces es secreto y se comporta como arcano, unos movimientos bruscos sobre mi cuerpo me sacaron del letargo, abrí los ojos y observe a un hombre barbado que me movía y me hablaba en una lengua extraña, era un militar de Darjan provincia de Mongolia, me llevo de inmediato al hospital.

La noticia recorrió el mundo, una niña esquimal de Rusia había sobrevivido 4 meses desde la tundra hasta Mongolia, nadie podía creerlo… me llevaron a conocer los templos budistas de Darjan y luego en una avioneta volví a Rusia, a Yakutsk donde estaban mis padres, mi abuelo y mis hermanos esperándome, habían sido contactados por el gobierno mongol, cuando nos encontramos nos abrazamos bajo el amor de Nuna, lloramos de alegría y nunca pero nunca el frio de Siberia había sido tan cálido.

Fin.

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