El sol se eleva por el horizonte de la bella ciudad italiana de Génova y la urbe se prepara para celebrar la festividad de San Giovanni, día grande de sus fiestas patronales. Las actividades arrancan desde muy temprano e incluyen, entre otras, diversos actos festivos, pasacalles y la tradicional quema de hogueras. Como broche a tan variado programa figura un concierto para violín, que tendrá lugar en el Teatro Carlo Felice. El cartel no tiene desperdicio: la orquesta de la ciudad acompañará a mi querido benefactor, el maestro Niccòlo Paganini, interpretando su concierto nº 1.
Vine al mundo en el taller de Giuseppe Guarneri del Gesù, en la ciudad de Cremona, cuando discurría el año de 1743. Las virutas, el barniz y el olor a madera recién trabajada, fueron mis únicos compañeros de viaje en los primeros meses de vida. Un buen día, un hombre joven de buena posición entró en el taller y se quedó prendado de mí. Detrás de su semblante serio y formas un tanto rudas, se escondía un soñador, un enamorado de las buenas realizaciones. Después de regatear hasta la extenuación, me compró por una modesta suma, cantidad que, dicho sea de paso, no estaba en consonancia con las expectativas que el maestro Guarneri había depositado en mí. Por aquel entonces, mi padre —o creador, según se prefiera—, era uno de los más reputados luthiers de Cremona, pero estaba pasando por una mala racha, de ahí que me despachase por un precio muy inferior a mi caché. Eso no me desanimó, puesto que mi nuevo dueño me trataba bien —incluso mejor que a la arpía de su mujer—, aunque sus conocimientos y destreza con el instrumento no estuviesen a la altura de mis supuestas prestaciones. Pasaron los años y mi actividad fue disminuyendo, hasta el punto de que quedó reducida a esporádicas salidas del estuche en alguna que otra fiesta familiar. Apenas veía la luz y mi autoestima cayó en picado. Tanto es así que mi propietario, ya muy mayor —y tal vez cansado de no sacar lo mejor de mí— me regaló a un joven virtuoso que empezaba a despuntar en el panorama artístico. «Este instrumento tiene mucho que decir y ha permanecido mudo hasta ahora. Tú harás que se le suelte la lengua, —le dijo».
Mi nuevo dueño, al igual que el anterior, tenía fama de llevar una vida desordenada, donde mujeres, juego y alcohol, rivalizaban por acaparar todo el protagonismo. Su estampa, hasta cierto punto desaliñada, tampoco ayudaba mucho. Sin embargo, desde el mismo momento en que puso sus huesudas manos sobre mi figura, supe que entre él y yo iba a prosperar la complicidad. Sus ágiles movimientos a lo largo de mi mástil estaban perfectamente estructurados y sus dedos, largos como dagas, lo recorrían a velocidad de vértigo. De mis adentros salieron registros que por increíbles, nunca creí posible lograr. La alegría y la fe en mis posibilidades pusieron fin a mi frustrada autoestima.
El Teatro Carlo Felice estaba lleno a rebosar desde varias horas antes del comienzo del concierto. La hora de inicio se estaba retrasando y la gente se revolvía nerviosa en sus asientos intentando captar algún movimiento en el escenario. En el camerino, Paganini miraba pensativo a sus violines. Siempre repetía ese ritual para elegir el instrumento que consideraba más idóneo (viajaba con un Stradivari, un Guarneri y un Amati). Esta frase dio por cerrada la elección: «oggi tocca a te, mio cannone» —sentenció.
La orquesta, llevada en volandas por su conductor, sonó majestuosa en la introducción que daba paso al solista. Las candilejas, exultantes, brillaban ahora en todo su esplendor. Paganini asintió y se posicionó en el escenario. Colocó un pañuelo entre mi cuerpo y su barbilla y acercó el arco a las cuerdas. Siempre lo hacía con mucha delicadeza, pero yo sabía que no era más que el principio, que pronto se metería en el papel y sacaría a relucir todo su genio interpretativo. A la lírica cadencia inicial le siguieron pizzicatos, armónicos y escalas ascendentes y descendentes de velocidad demoníaca. Yo, por mi parte, llené de aire mi caja como si de pulmones se tratase y expulsé las notas con todo lo que llevo dentro. El maestro seguía a lo suyo y los asistentes se miraban desconcertados sin dar crédito a lo que estaban escuchando. El sonido que salía por mis efes llenó de magia la sala. Era como si un elixir afrodisíaco recorriese el aire y llegase a todos los rincones del recinto embriagando a la audiencia. Los semblantes del respetable eran de éxtasis total.
A pesar de su magnífica respuesta la orquesta se diluyo y pasó a un segundo plano, de tal suerte que en la siguiente media hora el público solo tuvo ojos y oídos para Paganini. Y en esa ecuación yo también tuve mi parte. El acorde final quedó flotando sobre el auditorio y el teatro se sumió en un silencio sepulcral. Ni las moscas, de haberlas, osarían sobrevolar la sala. Si tuviese voz propia hubiese gritado: «¡despertad, estúpidos! ¿Acaso no veis que esto ya se ha acabado? ¡Vamos, aplaudid ya!
La sala, al unísono, arrancó en aplausos. Primero, tímidamente, como si con el desconcierto nadie se atreviese a ser el primero. Luego, con el entusiasmo ya desatado, todo fue un clamor. Diez minutos después Paganini se retiró del escenario, pero la ovación todavía seguía sonando.
Ha pasado mucho tiempo desde aquel mágico concierto. En la actualidad mi actividad se reduce a estar expuesto en una urna de cristal, protegido por sofisticados sistemas de seguridad. Muy de vez en cuando abandono mi celda para dar una audición a manos de algún reputado virtuoso del momento, pero no disfruto como antes. Desde que el maestro murió, nadie me ha hecho vivir la música tan intensamente. Sé que todavía conservo esa capacidad innata de seducir, pero tendrá que esperar a que otro Paganini la despierte.
Accardo plays Paganini (2001)
Deutsche Grammophon Classics
Concierto para violín n° 1. Adagio
Salvatore Accardo
LPO
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