El despertar de los ánsares

El despertar de los ánsares

El rugir del metal hurgando en la cerradura precipitó sus planes. “Ya está aquí” Se dijo mientras bajaba la tapa del portátil y enrollaba agitado el cable del ratón. Segundos después de escuchar el cerrar característico de la puerta principal, en el limbo atemporal del que teme haber sido demasiado lento y estar a punto de ser descubierto, logró cerrar bruscamente el cajón del buró.

Aún flotaba el eco del crujir de la madera deslizándose por desgastados raíles, cuando la puerta del salón anunció su movimiento de apertura con un do menor venido a menos. Ante lo ajustado de la situación, él decidió permanecer de espaldas, mientras pensaba un quehacer como excusa y una mueca de actor que debuta.

–  ¡Papa! ¿Qué haces ahí parado?

–  ¡Hombre, hija! Pero qué pronto has llegado, ¿no? Aquí estaba, ordenando y guardando unas facturas… Para esto no les duelen prendas gastarse los cuartos… – Mintió distraídamente, como el que dice una verdad sin sustancia – Ni te había oído entrar, ¿qué tal todo? ¿El viaje? ¿Mucho tráfico? ¡Ven aquí y dame un beso!

Salvó la escena el avezado hombre con tópicos y preguntas de gusto para las gentes que pueblan la estepa castellana. Como era él. Viudo desde hace dos años y en edad de merecer nietos, pasaba los primeros años de jubilación en la casa del pueblo que le había visto crecer. Solitario, testarudo y cascarrabias a ojos de su hija Sonia.

Ella, difícilmente admitiría que desde su reciente divorcio añoraba la cercanía y comprensión que antaño le profesaba su padre. A cambio, le devolvía visitas cada vez más frecuentes, con la preocupación por su soledad como escusa. Ambos se enfundaban esos papeles, y por mutuo interés los interpretaban casi cada semana con asombrosa perfección.

–  Alcánzame el tarro de miel. Ése pequeño de ahí, el de la segunda balda de la alhacena – Pidió el padre mientras encendía el fogón con una cerilla y retorcía por última vez la cafetera- ¿Y qué tal? ¿Cómo vas con la búsqueda de trabajo?

–  Papá… Ya te dije la semana pasada, el próximo martes tengo la última entrevista y parece que va muy bien la cosa.

–  ¿Cuándo me lo dijiste? La semana pasada no viniste por aquí.

–  Te llamé por teléfono… Al fijo, porque como no quieres hacerte con un móvil… Y no creas que no lo he intentado… ¡Es imposible contactar contigo! Siempre estás fuera, paseo arriba, paseo abajo, saludando a Fulano, visitando a Mengano… Pero papá, ya tienes una edad… ¡Vives en un pueblo donde los jóvenes presumen de estar prejubilados! Se acerca el invierno y no puedes seguir incomunicado…Si tan solo aceptaras que te compre un móvil…

–  Ya, ya vale… – Interrumpió él mientras se acercaba un taburete y tomaba sitio junto a ella en la mesita de la cocina – Ya hemos hablado de esto… Yo no me apaño con estos cacharros y son un gasto innecesario… Pero entonces, cuéntame. ¿Cómo conseguiste la entrevista?

–  Pues es curioso, ¿te acuerdas de Tomás, el pequeño de la Toñi, los López vaya? Fuimos juntos hasta secundaria y pasábamos los veranos bajando al río y jugando en la plaza con el resto de la pandilla…

–  Mmm… No le pongo cara hija… – dijo torciendo el gesto mientras se levantaba de nuevo en busca de cucharillas – Y, ¿sigues en contacto con él? – añadió con mesura, evitando su mirada.

–  Pues hacía siglos que no sabía de él… Pero hace unas semanas nos reencontramos por internet.Fue curioso, las vueltas que da la vida… ¿Verdad?

–  Bueno, con las tecnologías de hoy en día esas cosas sucederán a menudo… – Espetó bajando cabeza y voz hacia el cuello de su camisa.

–  Debe ser…De todos modos, ha sido una verdadera suerte encontrarle… Ya era hora después de tanta desgracia… ¿Sabes que fue Tomás quién me consiguió esta entrevista?

–  ¿Ah si?… Qué fenómeno… ¿Te apetecen unas pastitas? – Dijo él cambiando el tercio, el tono y su postura en la conversación al levantarse hacia el armario de la despensa.

–  ¿Tienes de esas artesanas con cabello de ángel por encima?

–  ¡Claro hija! Siempre compro doble ración de éstas a Mari Carmen, por si cualquier día me das la sorpresa y te dejas caer por aquí…

Consumieron las horas entre reposados silencios, ágapes variados y escuetas conversaciones. Intercambiaron discursos con guiones escritos desde el inicio, mientras el atardecer iba pintando de tonos ocres a más oscuros la luz que filtraba la única ventana del salón. 

Caída la noche, dieron cuenta de una cena, frugal para lo que es costumbre, sentados frente al televisor. Las noticias nunca eran buenas: el tiempo no acompañaría mañana; los nervios de él cuando ella estuviese en carretera, sí.

“Sonia, hija, deja eso ahí… Ya lo recojo yo… ¿No has visto el chaparrón que va a caer mañana…? Cuanto antes salgas mejor, así que acuéstate ya… ¡Deja eso ahí, mujer!”

A cada exhortación le siguió una excusa hasta que Sonia se dio por vencida con un beso y un buenas noches. Una sonrisa escondida vio la luz finalmente, en la oscuridad de su habitación.

Se habían consumido ya muchos ratos a la medianoche y todavía podía verle a través de la puerta entreabierta de su alcoba: mitad sentado mitad acurrucado en el sillón orejero del salón, bajo la tenue luz de la lámpara de pie, con las gafas más próximas a su nariz afilada que a sus propios ojos, entornando éstos como si sus pestañas aplaudiesen en silencio y ataviado con su uniforme casero, de bata a cuadros rojos y negros: escena perenne, de hogar eterno.

Por un instante, tristes momentos pasados agolparon su mente: otros actores clamaban presencia en esa escena. Ya no era su momento…pensó, y asomando solo su mirada por el forraje de mantas, observó como frotaba sus dedos sobrela sien, sesudo, arriba y abajo. Con la otra mano daba vueltas a una pluma. Sobre sus piernas yacía una cuartilla desgastada. Bajo esta, un grueso libro abierto la sostenía.

Un mundo después él dormía. El libro cayó sobre la alfombra dejando su tapa desnuda a los ojos aún atentos de Sonia. Un pequeño esfuerzo para escudriñar su título fue suficiente: “Informática para adultos”.

Despertó ella con el alba y el arrullar de los ánsares. El desayuno estaba ya preparado: café humeante, tostadas, mantequilla, fruta y compota casera coloreaban los olores que se adivinaban poco antes. El hombre sin lugar para el sueño, sin fondo para agasajos, sin anhelo falto de colmar, esperaba de pie junto al fregadero con la mejor de sus sonrisas: “¡Buenos días, hija mía!”

Las cortinas grises descorrían ya el telón de la gran ciudad, pero Sonia aún podía ver a su padre brazo en alto y agitando enérgicamente su mano, mientras lanzaba besos al aire, a través del retrovisor.

Fue pocos días después. Él esperaba a que su ordenador se encendiese cuando el teléfono sonó. Lo miró inmóvil, y volvió su mirada fija a la pantalla. Cada tono siguió la misma escena; parecía sopesar la espera de uno, por la recompensa del otro. Sorprendido ya por la insistencia, finalmente decidió levantarse y descolgar el auricular. Tarde.

Maldiciendo el importuno que es llegar justo cuando se deja de estar a tiempo, se contentó al descubrir la pantalla del portátil al fin iluminada. Una vez más, y ya eran tantas, inició sesión:

Usuario: Tomás López.

Contraseña: SoniaSoniaSonia

Sus ojos se deslizaron lentamente hasta el icono iluminado: mensaje nuevo. Click, abrir, y mientras su cafetera iniciaba su ritual de ebullición, leyó en alto una y otra vez:

“Gracias, papá”

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