El último ser humano acabó sus días una noche, hace ahora mil años, cuando regresaba a su refugio bajo una densa nevada gris. Murió sin haber visto atacar naves en llamas más allá de Orión ni rayos-c brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhaüser, entre otras cosas sin sentido que se suelen decir de ellos para significar solamente que jamás llegaron a salir fuera del sistema solar, cosa que en realidad muy pocos de nosotros hemos hecho hasta ahora. En cuanto a su vida poco o nada se sabe, si no es que acabó conviviendo con todo tipo de alimañas y que su comportamiento había llegado a diferir muy poco del de ellas.
Aún guardo en mi memoria el momento en que hallé su cuerpo y el modo en que atendí su agonía. Lo he compartido muchas veces desde entonces y son innumerables las versiones que de él se han hecho entre manipulaciones, recreaciones, dramatizaciones y demás, algunas de más duración e incluso más bellas que la original: un archivo de 54″ de precario vídeo y peor sonido que conserva, no obstante, ese aire de trascendencia del que solo es portadora la verdad.
La reproducción comienza con su figura tendida sobre la nieve, y continúa con un acercamiento subjetivo ocasionado por mi vano intento de socorro en el que me arrodillo a su lado y le doy la vuelta con sumo cuidado. Se puede apreciar entonces un ligero temblor en sus manos y su pecho agitándose, así como el vapor que exhala su boca en el último suspiro mientras limpio la escarcha de sus mejillas. Los 12″ restantes son un primerísimo primer plano casi fijo de lo que algunos han acertado a describir como «un oscuro océano» y otros como «un abismo insondable: sus ojos, ya sin vida, abiertos de par en par.
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