Coloqué la cabeza, como cada mañana, frente al lector orbital de emociones hasta oír su voz metálica de aprobación: «Análisis correcto, Alicia. Por favor, introduzca su clave y número de acceso para iniciar sesión». Era gracioso aquel aparatejo. Me producía un cosquilleo en la frente que me relajaba. A veces tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no reírme durante los cuarenta segundos de escaneo cerebral. «Por favor, ponga su mente en blanco y concéntrese en el punto central». Ahí me venía la imagen de esos aparatos tan rudimentarios con los que graduaban la vista en el siglo XX, la barbilla del paciente encajada en el soporte metálico, su nariz casi pegada al eje central y sin poder ni siquiera pestañear, con el oculista al otro lado a un palmo de una; menuda claustrofobia. Si vieran que este chisme no toca ni la cabeza, iban a alucinar. Lo único que yo le cambiaría es la voz. Ya les sugerí un acento cubano –por lo de alegrar el día–, pero como si nada. Los del departamento de inteligencia artificial son todos unos muermos. Por suerte, yo trabajaba desde casa y no los tenía que aguantar.

Bastante tenía con la pila de trabajo atrasado para la Corporación. La noche anterior había estado liada hasta muy tarde depurando el programa de estimulación temprana y solo había logrado dormir un par de horas. Me sentía rara. No suelo tener problemas para concentrarme, pero llevaba toda la semana con la cabeza en otro sitio. Y cuando intentaba descansar era peor. Me venían imágenes sueltas del pasado, fogonazos sin conexión, palabras aisladas en inglés: providence, mind your step y otras que no recuerdo; no parecían sueños, era más real.

Me pareció un milagro que el lector no pitara y me soltase lo de «Estado emocional no aceptable. Por favor, inicie protocolo de limpieza y reintente lectura en doce minutos». Quizá los dos cafés bien cargados que acababa de tomarme ayudaron, pero tras el escaneo me sentí como nueva, así que me lancé a la faena.

Estábamos perfeccionando un programa de microimplantes para potenciar habilidades en niños autistas. Las últimas versiones ensayadas eran bastante prometedoras, pero fallaban aún en la memoria a largo plazo. Como jefa de proyecto estaba muy ilusionada. Si la cosa salía bien, el método también podría valer para ayudar a pacientes con distintos daños cerebrales o en procesos no muy avanzados de alzhéimer.

La Corporación creyó desde el principio en el equipo y nos dio todo tipo de facilidades. Pero ahora que estábamos tan cerca, el grupo estaba atascado. Echábamos de menos a Thomas, nuestro crack en biosistemas. Solo a este inglés paliducho se le ocurre ponerse enfermo en el peor momento. Llevaba ya cinco días de baja y no contestaba a los correos ni devolvía las llamadas. ¿Le habría podido la presión?

En fin, miré de reojo mi título de Doctora en Ingeniería informática y me prometí que sacaría adelante aquello como fuera. Estaba repasando las notas sobre los últimos resultados cuando mi gata se encaramó maullando a mi pierna. «¡Mierda, me he olvidado de ponerte agua, tesoro! Anda, ven a la cocina». Le rellené el bol y al girarme deprisa tropecé con el saco de pienso y me caí de bruces. Ahí estaba yo, toda larga en el suelo, frustrada, patosa y con el cuenco de acero boca abajo delante de mis narices. Fue entonces cuando lo vi. Había algo escrito con rotulador en el cuenco: Escocia – 145 (Skye sunset – test 12R).

Reconocí la letra apretada de Thomas, pero ¿de qué iba aquello? ¿Era una broma? ¿Y cómo coño había entrado este tío en mi apartamento? ¿Escocia, Skye? Sí, hace unas semanas le dije que me encantaría hacer un viaje por las Highlands y me prestó una guía de la zona, pero no lo pillaba. A no ser… Salí disparada hacia mi cuarto, cogí la guía y pasé páginas hasta llegar a la 145. Allí me encontré esta nota:

«Alicia, no sigas con la investigación, nos han engañado. Los resultados médicos están manipulados: lo que buscaban realmente era controlar la voluntad del paciente y se lo hemos puesto en bandeja. No, no me he vuelto loco. Tengo los datos para probarlo. Entra en mi carpeta de ensayos fallidos, vete al que te he apuntado y usa la clave para desencriptarlo. Ahí está todo. Pero antes saca una copia; me bloquearon el acceso y tuve que salir del edificio por piernas. Avisa a los demás y a la prensa, y por Dios, no se os ocurra volver a usar el lector orbital, ¿o es que tú no has tenido migrañas sospechosas últimamente?».

Entré en el archivo 12R de Thomas, tecleé “Skye sunset” y me quedé de piedra con el arsenal que había conseguido reunir. Parecía imposible. Informes confidenciales, datos falseados, nombres, autorizaciones, dinero desviado de proyectos médicos financiados por el gobierno… Sin perder un minuto, avisé a los demás por teléfono a sus números privados. Nos encontraríamos en una hora en O´Carolan, el pub donde solíamos celebrar nuestros logros, para ver qué hacíamos. Con suerte, Thomas estaría allí.

Tenía que salir zumbando hacia la boca del metro, así que para ganar tiempo, programé la tarea en el ordenador y conecté el altavoz. Preparé una buena ración de pienso para la gata, cogí el abrigo y el bolso y, justo antes de cerrar la puerta de casa, alcancé a oír: «Documentos borrados con éxito, Alicia. Carpeta 12R eliminada. Usuario Thomas bloqueado definitivamente para acceso remoto a cualquier sistema. Fin de sesión».

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