En una estación de tren, Rai Robledo se dedica a actualizar sus paginas virtuales aprovechando la señal wi-fi de la estación. Mientras redacta su última entrada, de repente, parte de la pantalla del ordenador se ve cubierta por la ventana emergente de la web-cam, que le muestra, como delante de él, una chica lanza un beso al aire, y como de esos labios se desprende, como si de una especie de energía brillante se tratara, un beso. Cuando la muchacha sopla el beso, el aire lo empuja suavemente por el espacio vacío, con la intensidad que el soplo de la muchacha le ha marcado; pero éste, poco a poco, va perdiendo energía de empuje, y queda posado delante de Robledo. Éste levanta la mirada, pero la realidad no le ofrece nada. Es solo, cuando mira a través de la pantalla del ordenador, que puede ver el beso lanzado al aire. Extrañado por el suceso, alarga la mano, y lo atrapa. No sabe qué hacer con él, pero, como es un beso, se lo lleva a la mejilla. Cuando éste toca la piel de Robledo, la energía contenida en uno se traspasa al otro. Una descarga eléctrica que sube por su mejilla y explota en su cerebro, baja acelerado por su torrente sanguíneo, provocando el enrojecimiento de sus mejillas, y una agradable sensación de bienestar recorre todo su cuerpo… No sólo eso sino que, también, siente lo que con ese beso se ha querido decir, el momento que lo ha inspirado, la historia que hay detrás de él. Este beso en concreto, es un beso cargado de buenas intenciones, de felicidad por el pasado vivido, de fuerza para afrontar el futuro. Este beso viene tras la ruptura de la muchacha con su pareja, quizás no una ruptura de mutuo acuerdo, pero casi. Sin dramas ni traumas, con una ternura y una comprensión admirables. Y entonces, esos sentimientos que está viviendo Robledo, desaparecen. El efecto de bienestar pasa rápidamente, y del beso ya no queda nada. Quiere más de eso, y cargado con el ordenador portátil en sus manos, escudriña cada rincón de la gran estación de tren, en busca de más besos, o de personas que pudieran estar lanzándolos. La cámara los capta flotando en el aire, escondidos en esquinas olvidadas, en rincones difíciles, sobre sillas, mesas, barras y mostradores; golpeándose contra la invisibilidad de los cristales… Robledo los caza al vuelo, incluso da pequeños saltos cuando estos vuelan demasiado alto, o los recoge casi rozando el suelo. A otros, directamente, los recoge del suelo. De pronto, la cámara se centra en algo tan hermoso que sobrecoge el ánimo de Robledo. En el recuadro, ocupando toda la imagen, dos labios esponjosos, violetas, hipnotizan sin palabras ni miradas la mente de Robledo. Sin necesidad de maquillaje que los realce, las dos tiras de deliciosa carne humana trazan una amplia y fresca sonrisa, que colorea de alegría la pantalla del ordenador. Robledo levanta la mirada, y ante él: un puesto de flores, en el que un color violeta, exuberante, procedente de una flor cuyo nombre Robledo desconoce, esconde, de una manera sutil, a una joven florista que regala bonitas sonrisas a todo aquel que le compra un ramillete de flores, pues, ¿puede haber algo más bonito que te reciban con un ramo de flores? Sí, seguramente habrán mil cosas más bonitas que esa, pero esa, también lo es. Son los labios de la propia dulzura, de los que Robledo tiene que conseguir un beso, como sea, y conocer de ellos todos sus secretos.

El día ya empieza a oscurecer, la joven florista está empezando a cerrar su local y Robledo todavía no ha conseguido un beso de ella, así que decide no esperar más, armarse de valor, cargar con el ordenador en sus manos, y acercarse a la joven. Mientras se aproxima a la muchacha, Robledo, para él mismo, cabila cómo demonios va a hacer que la florista le lance un beso. <<¿Qué le va a decir? ¿Cómo la va a convencer? Además, el beso tiene que nacer de un momento especial, verdadero, intenso… si no, no va a saber a nada. ¿Quizá si se lo plantea como un juego…? ¿Hacerla reír…?>> Sin nada que lo vaticine, ocurre lo que Robledo tanto espera, y la florista levanta la mano, sonríe, y saluda a alguien que se encuentra en la otra punta de la estación. Se lleva las yemas de los dedos a los labios, y lanza un expresivo y sonoro beso al aire. Ahí está, por fin, lo que tanto ansía, carnoso y violeta, surcando los aires, el más elegante de los besos que ha visto jamás… Robledo no puede perderlo, y corre tras él, siguiéndolo gracias a la imagen que su web-cam le proporciona, pero, el beso ha sido potente, y se enreda en la maraña de cables eléctricos que cubren el techo de la estación, que lo dejan atontado y lo hacen planear suavemente hacia el suelo. Robledo, con la mirada fija en la pantalla, sin perder de vista el beso, no ve donde pone el pie, e irremediablemente, cae a las vías del tren. Se recupera pronto del susto, pero el brazo empieza a dolerle, pues sobre él se ha caído, y puede que se lo haya roto. El dolor no es suficiente para nublar su mirada, y enseguida encuentra el beso lanzado por la florista. Se lanza sobre él, y lo caza. Entonces, de pronto, se detiene, reflexiona durante unos segundos, y a su mente viene una pregunta esclarecedora, algo que Robledo no se había planteado con ninguno de los anteriores besos. Aquel beso no es para él… ni ese beso, ni ninguno de los anteriores. <<¿Para quién es? ¿Quién es el afortunado que puede disfrutar de los besos de la florista…?>> Entonces, una intensa luz metálica, ciega a Robledo y lo devuelve a la realidad. Es un tren, que no muy lejano, se acerca a toda velocidad por la vía por la que él ha caído. El tren no hace intención de frenar o parar, ni siquiera hace sonar su bocina para que Robledo se percate del peligro. Éste intenta subir al andén, pero, efectivamente, se ha roto el brazo, y con uno solo, no es capaz de escalar la altura que lo separa. Pide ayuda, pero nadie le oye. Se separa un poco del bordillo y agita su brazo sano para que la gente le vea, pero nadie le ve. <<¿Qué ocurre?>>. Robledo se desespera, grita más fuerte, hace aspavientos más violentos, pero parece, que de consumir tantos besos simulados, se ha vuelto invisible, ha desaparecido, pues la gente pasa de largo, nadie se detiene a socorrerle, ni siquiera hacen amago de oírle o de verle, y el tren cada vez está más cerca. Invisible como se ha vuelto, su vida ya tan solo depende de él, pero con un solo brazo, no tiene fuerzas suficientes para sostener su cuerpo, y cae de nuevo contra las vías. Al tren ya no le queda nada para arrollarlo, y Robledo vuelve a lanzarse al escalón de piedra. Pone todas sus fuerzas en su único brazo, pero no es suficiente. El tren ya está ahí, y nadie le ayuda, ni siquiera el tren le ha visto, y va a aplastarlo bajo sus ruedas, cuando de repente, una mano salvadora, lo agarra por la espalda y consigue subirlo al andén en el último momento. El tren pasa, destrozando con sus pies metálicos el ordenador que ha quedado en la vía. Del beso, ya no se sabe nada. Y Robledo respira aliviado, vivo, salvado… Levanta la mirada, y ante él, su salvadora, la sonrisa de la joven florista que ha conseguido sacarlo del peligro a tiempo, y que parece ser la única que lo ha visto. No sabe cómo agradecérselo, ni que decir, quizás nada sea necesario decir, y se queda hipnotizado viendo esos labios que casi lo matan, pero que sin embargo, le han salvado la vida. Sujeta el rostro de la muchacha, y sin ningún miedo ni duda, la besa con intensidad en los labios. Aunque ese beso no le muestre los misterios que esconde la joven florista, éste le sabe tan dulce que no necesita nada más. La muchacha, por su parte, de primeras, se sorprende, pero, rápidamente, se rinde a la agradable sensación que el contacto entre los labios le proporciona. Pues, ¿puede haber algo más bonito que te recompensen con un beso? Sí, seguramente habrán mil cosas más bonitas que esa, pero esa, también lo es.  

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