Allá por el año 36.

Allá por el año 36.

Diego N. F

21/05/2017

Intento espabilarme, mirando detenidamente mi habitación, donde siempre lo primero que veo es un crucifijo que tengo puesto encima de mi cama, la verdad, no sé qué hace ahí. Después miro fijamente mi catre viejo, tiene un cabecero plateado haciendo formas en semicircunferencias, mientras tanto vuelvo a apagar el despertador, que tiene un sonido muy estridente, como si fuera el timbre de un colegio, pego un salto de la cama, me quito el pijama, que está muy calentito, y sin más dilación, a toda prisa, para no llegar tarde me preparo para irme al trabajo.

Tomo el café con tostadas, después me lavo la cara, me miro en el espejo y me peino, con un peine estropeado por los años, siempre lo hago para el mismo lado, hacia la derecha, que es lado que más favorece a todo el mundo.

Salgo a la calle y como cada día me encuentro a la misma gente, a la misma altura, en la misma posición, como si un reloj marcara la hora exacta por donde vamos a pasar y en ese preciso momento aparecen esos desconocidos en el mismo lugar, cruzando miradas impasibles, resignadas a la vida diaria.

Cojo el autobús para dirigirme a mi trabajo, el cual es un sitio inhóspito donde se respira un aire bastante desalentador, a las siete llega el autobús, puntual, como cada mañana. En el asiento delantero se sienta un señor, con bigotes y gafas, que creo que trabaja en una fábrica de maniquíes, a su lado sentada una señora, siempre porta un pañuelo, para prevenir el frío invierno, y yo siempre detrás.

Llegando a mi parada, me preparo para bajar, hay tanta gente en el autobús que no soy capaz de hacerme hueco para salir, entre empujones y malas caras, acabo saliendo.

Trabajo en un edificio, que es muy antiguo, las ventanas son dos hojas de hierro, que se abren girando una estructura metálica y que llevan el estandarte de la opresión.

Es en una oficina, donde trabajo y en la que me dedico a leer durante horas. En realidad, soy un censor, manipulado para coartar la libertad de expresión de los escritores que quieren publicar una novela, tengo la suerte de poder vivir miles de experiencias y aventuras dentro de un habitáculo cerrado, donde me adentro en los personajes y dictamino si los libros que examino atentan contra la unidad del estado.

Mi nombre es veinticinco, de puertas para dentro, ya que no debo filtrar mi identidad por cuestión de seguridad. Aquí en las oficinas se respira un aire de miedo, aunque ese peso no recae solo sobre una persona, sino por varias, pero es el miedo de que alguien pueda acabar con mi tranquilidad.

Estoy trabajando por mediación de un hermano de mi amigo, Joaquín, el cual me ha entrado, sinceramente le tengo que estar muy agradecido, ya que si no fuera por él no estaría ganando ni una sola chica y estaría con las cartillas de racionamiento.

No gano mucho dinero, pero bueno si el suficiente para poder vivir en una humilde habitación de un hostal viejo y derruido por las ruinas de la guerra.

Quizás es un peso que te marca de por vida, sobre todo porque hay seres muy queridos que he perdido y que han muerto de forma violenta, y a pesar de todo pienso en la suerte que he corrido y poder haber camuflado mi identidad y estar hoy donde estoy. Tengo miedo de que puedan fusilarme, pero quizás he de aprender a vivir con ese peso.

A veces pienso que quien me va a conocer con lo lejos que está Graná y otras me resigno a seguir luchando y querer delatar mi identidad. Pero bueno son meras divagaciones que me hacen estar aquí subsistiendo a este maldito régimen.

Miles de expedientes se amontonan en mi oficina, los firmo de forma impasible. Mutilada mi identidad, escucho a lo lejos mi nombre susurrado por mi madre, llamándome una y otra vez, como si de un largo sueño se tratase, diciéndome – Federico, hijo, despierta de este sueño, que es la guerra, abraza tus letras y vuela con tus personajes hacia la otra esfera que esta vida para ti ya ha terminado.

Entonces vuelvo a despertarme intento espabilarme, mirando detenidamente mi habitación, mientras tanto vuelvo a apagar el despertador; tomo el café con tostadas, me miro en el espejo y me peino, siempre lo hago para el mismo lado, hacia la derecha, salgo a la calle, a las siete pasa el autobús, como cada mañana. En el asiento delantero se sienta un señor, a su lado una señora, y yo siempre detrás. Cada día se repite la misma historia a la misma hora, el mismo sitio, todo se repite como un bucle, idéntico, hasta que vuelvo a oír el susurro de mi madre llamándome, pero me resisto a irme y dejar las letras en manos de opresores, que coartan la libertad de los escritores.

Me llamo veinticinco, tomo mi asiento de nuevo, en una oficina llena de letras muertas.

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