Constelaciones

en ochocientas sesenta y ocho palabras

“Tengo la impresión de que todo eso ocurre en un plano que responde a otras leyes, a otras estructuras que escapan al mundo de lo individual. Quisiera llegar a escribir un relato capaz de mostrar cómo esas figuras constituyen una ruptura y un desmentido de la realidad individual, muchas veces sin que los personajes tengan la menor conciencia de ello.

Uno de los tantos problemas, ya sospechado en Rayuela, es saber hasta qué punto un personaje puede servir para que algo se cumpla por fuera de él sin que tenga la menor noción de esa actividad, de que es uno de los eslabones de esa especie de superacción, de superestructura.” Julio Cortázar

Primer movimiento: el otoño de mi rebeldía. Ocurrió una mañana temprano. A eso de las 8. Caminaba por una calle suburbana y al bordear una esquina se alzó ante mí un paisaje único: verdes, rojos, ocres, naranjas, amarillos, abrían paso saludando suavemente desde las copas de los árboles a unos rayos de sol que en forma de abanico descendían de un cielo frio celeste tejiendo el aire con una luz cálida, brumosa. Suspiré un “¡Qué belleza!” que se deslizó de puntillas por mi pensamiento… Pero enseguida una desafiante verdad echó a los empujones al “qué belleza” y con los brazos en jarra se plantó en primera fila reclamando mi atención, contaminando el momento. ¿Cómo expresarlo? Supe de golpe que casi en toda su dimensión mi gusto frente a esa escena no era realmente mío. Mi mente y mi sensibilidad son de tal modo, poseen una estructura tal que si detengo mis pasos y me planto frente a ese paisaje soy incapaz de no maravillarme. Trataré de explicar mejor lo que intento decir: tuve la certeza de habitar una trama que me gobierna. Una gris desazón enmarcada por todos esos colores que ahora se asemejaban a una escenografía de cartón, se adueñó de mi alma. Ese “qué belleza”, ¿era mío? ¿O representaba un segmento esperado de un libreto que me manejaba y al que yo inconscientemente servía? Me sentí un fantoche. Todo acontecía conforme al guion: el otoño y la emoción de mis sentidos. [Y Okham entre bambalinas advirtiéndome triunfante sobre la arbitrariedad divina. Pues bien podríanse haber montado las cosas de modo tal que el mismo “qué belleza” surgiera en otras circunstancias, en circunstancias que a mi conformación actual le resultaran repulsivas.] No soy dueña de mi estructura fundamental. Soy un dibujo que no es de mi autoría. Todo: mi peso que me ata a la tierra, mi necesidad de agua, de oxígeno, de vitaminas y minerales, de ternura, de comprensión, de ocupar un lugar en el mundo, TODO me precede; está ahí, independientemente de mi voluntad. Mis afectos, comportamientos, temores, flaquezas, pequeñas conquistas o grandes fracasos, los desconsuelos de mis duelos y las alegrías de mis fiestas, no son realmente míos. Pertenecen a una figura muy fina, cuyo diseño me es ajeno y desconocido. Imaginé ser un personaje de un raro tebeo, contemplando desde su viñeta el pulso firme de quien dibuja su andar sobre el papel. Se estarán preguntando: “¿Y la libertad? ¿No hay acaso libertad?” Y es que aún si hay libertad ésta sólo puede circular a través de esa trama y respetando su figura. Mis movimientos tienen que ajustarse a su melodía, con la precisión de un SIMULCOP. Transgredirla es dañarme y dañarte, rasgar su telaraña es destruirme y destruirte. No puedo descarriar la senda sin perderme y perderte. El descubrimiento me penetró hasta los huesos. Y por supuesto la conformación de mis huesos se hallaba incluida en todo ese inventario.

Segundo movimiento: besar la tierra en primavera. Otra mañana caminaba cargando en brazos a mi niño recién nacido. El calorcito de su cuerpo pequeño y vulnerable entibiaba mi piel a través de la mantita de lana que lo arropaba. Me llevé por delante un escalón y trastabillé. Me desplomaba hacia delante, cara y codos. Si el derrumbe de mi cuerpo hubiera seguido su movimiento natural hubiera aplastado a mi hijo. Pero mi cuerpo de algún modo reaccionó con mucha inteligencia. Advirtió en una décima de segundo lo que podría ocurrir, lo que estaba ocurriendo y entones sus-o mis- manos lanzaron hacia arriba al bebé (¿¡cómo!?) antes de tumbarme con todo mi peso sobre los codos, luego gire sobre mi espalda y recibí en su caída al niño sin que éste notara absolutamente nada de lo que había ocurrido. Me levanté haciendo fuerza con los abdominales, sosteniendo suavemente a mi bebé, los codos y rodillas lastimados, pasmada frente el espectáculo que acababa de presenciar. Mi cuerpo era sabio, estaba presente, despierto. Trabajaba en complicidad con una misteriosa sabiduría que le advirtió con una certeza implacable a quién debía cuidar en ese sorpresivo instante. Brazos, codos, piernas, rodillas, articulaciones, tendones, músculos se aliaron entre sí al ritmo de la gravedad con una maestría incontestable para proteger al niño.

Quizás si existe un Origen de toda esta trama, Él nos cuide de ese modo. Quizás después de todo no esté tan mal vivir al cobijo de ese amor. Quizás también Él se encuentre recubierto de moretones y magulladuras.

¿Qué significa esta larguísima historia del mundo y los hombres escrita de belleza, ternura y sufrimiento?

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS