Llené una caja de recuerdos el día que decidiste no verme más. Ocurrió después de una extraña noche en que te vi con otro. Me miraste por última vez, con melancolía, y yo a ti con temor y pena. Pena por mí, por ti fue el temor. ‘Hablamos’, me dijiste con semblante amable pero serio. Después, cerraste los ojos para que no te viera.

Era de color rosa (la caja), tu color preferido, la adornaban flores rosas de color rojo y también rosa y en ella deposité mi ilusión y algunos objetos, cosas sencillas que compartimos durante nuestros encuentros en aquel bar de barrio donde nos conocimos. Abalorios para que me recordaras cuando yo ya no estuviera. Quise dártela como regalo anticipado de los veintidós años que cumplirías el mismo día de mi despedida.

Pero no la llegaste a abrir, ni a ver siquiera. La previste. Tan fuerte fue en ti su prescencia, tan nítida la visión adelantada de sus efectos, que renegaste de ella. Te acorazaste ante el daño seguro, a resguardo de la nostalgia que te provocaría la partida mía. Y es que -lo dijo Benedetti«extrañar es el costo que tienen los buenos momentos», y extrañar duele. Y momentos tuvimos pocos pero buenos.

Te escribí, temeroso, un WhatsApp para que vinieras.

En la espera, no perdía de vista el teléfono ni el dintel de la puerta. No llegabais ni tú ni tu mensaje, y yo contaba los segundos al compás del tictac de un reloj roto (….y cien, y doscientos y trescientos… y mil quinientos) mientras tú te alejabas ya de mí en aquel autobús que te llevaba de la ciudad al pueblo, de mí hacia otros, de mí ¿hasta cuándo? Odio los transportes cuando funcionan como adioses, ¿tú no?

Aquel me robó impunemente la alegría de tu risa y la luz de tus ojos, esos que los míos iluminaban cuando acudías a ese bar en el que sólo me retenía el anhelo de tu presencia. ¿Lo sabías, verdad? Llegabas siempre como una sorpresa, imbuida del halo que dibujaba en ti al verte, una visión, un regalo. Tú elegías esas citas no establecidas, tú las decidías. Tú me veías primero y acudías a mi encuentro; luego, guardábamos con pudor las distancias: la de nuestra estrenada amistad y la de los años que nos separaban. Te miraba sin recato y tú a mí con asombro, sin perdernos los ojos.

No teníamos mucho tiempo para vernos y quise cubrir ese hueco con torpes poemas de admiración y deseo, sucedáneo para mí de los momentos alegres que no podía compartir contigo, los sencillos placeres de las cosas sencillas de cada día: la luz de la mañana, un color, el aroma del pan, un paseo. Porque el placer y el deseo se nutren de cosas y gestos. Como la memoria, que se apoya y recrea en la materia de la que están hechos los recuerdos, la que los sustentaban cuando sucedieron. Pura física del deseo: palpar, sentir, gozar. Y mirar, que también es tacto mirar. Ahora los jóvenes estáis más dotados que nosotros a vuestra edad para el disfrute de la vida, aunque menos para el de las cosas sencillas.

Mi intención era acercarte, atraerte, pero recibía señales que me alertaban de lo contrario, las de tus medidas ausencias y silencios. Siempre ignoramos los malos presagios: torpedean nuestros sueños. Y cuando sobreviene lo inevitable recordamos con precisión el momento en que los presentimos, ilusos y sordos, torpes y ciegos… tan resignados luego. ¿Te ha ocurrido alguna vez a ti eso? No creo. Eres tan joven, tienes tan poco de que arrepentirte, tan poca consciencia aún de lo que has vivido…

Y sucedió: la separación trajo la distancia y el olvido. Partí, a la vez, de ti y de tu cabeza. Ese era mi único temor: el vacío de tu recuerdo, la nada, el cero. Quién me asegura ahora que me piensas, que me recuerdas, que me extrañas un poco siquiera. ¿Ocupo acaso en tu mente un espacio pequeño? Terrible pesadilla la de verse apartado por alguien querido, arrancado, fuera de escena. Le oí a Zygmunt Bauman (seguro que sabes de este filósofo contemporáneo) en una entrevista antes de morir a principios de 2017: «la mayoría de nosotros tenemos miedo a ser abandonados, a quedarnos solos, a perder el contacto con la vida que nos rodea». Lo decía reflexionando sobre el fenómeno de las redes sociales, pero sirve igual para la vida real. La filosofía nos enseña también a manejar las necesidades del alma y los sentimientos. ¿Sabes que quieren eliminarla como asignatura del plan de estudios? Pobres incautos, ineptos. No quieren ni que pensemos. ¡Qué sería de un país sin pensamiento! ¿Qué pretenden, formar seres virtuales que no estorben, cerebros enjaulados… almas en pena? No quieren ciudadanos. Pobres de los que vengan.

Así me siento yo ahora, arrancado de ti. Primero ignoraste mis WhatsApp, más adelante mi Facebook. Luego, me expulsaste de tu memoria y de tus recuerdos. Y será el día que me veas como una ilusión en tu vida, o ni eso. Y a mí me parecerá que fuiste un sueño, un invento. No, eso no, porque yo te pienso. Llegarás a creer que ni siquiera nos conocimos, que no existieron esos días nuestros de vino y alimentos, ni aquel (sé que lo recuerdas) que me pediste un beso y yo, necio, te di dos. Uno es uno y no dos, repetí durante semanas enteras. Yo he vivido todo eso, no me digas que tú no. Sólo nos pertenece lo que nos ha pasado. Sólo eso tenemos.

Piénsame, pues. No me olvides, que muero. No somos si no nos piensan. Piénsalo. Y si, como decía un profesor mío, «pensar es pararse a pensar»párate y piensa. Mientras, procura que alguien te lleve siempre en su memoria. Yo te rememoro, de momento.

Con la caja me quedo.

Si lees esta carta envíame una señal. Entonces volveré, volverás. Seré de nuevo… y tú serás más.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS