FLORES Y GUSANOS

FLORES Y GUSANOS

Vic Ju

22/04/2017

El tren se puso en marcha mientras buscaba mi vagón. Fui recorriendo todas las clases hasta llegar a la mas barata. Olía a Curry, la gente comía con las manos arroz envuelto en hojas de plátano. En la India es típico comer así, con un sentido más. Teníamos manos para algo y quizás usar cubiertos nos alejaba de nosotros mismos.

Llegamos de madrugada a Tiruvannamalai. Bajé del tren y mientras caminaba hacia la salida alguien que me agarró por la mochila.

-¿Vas a hacer vipassana?, Oí. Me giré y vi a una chica japonesa sofocada, que me miró con cara amistosa. Decidimos quedarnos juntas en la estación hasta que se hiciera de día e ir a la ciudad.

-You know, it´s India. dijo Kazue. Era pilla y guerrera, la perfecta compañera de viaje. Pasamos el día juntas hasta que llegó la hora de llegar al retiro. Había sido una muy agradable última conversación. A la llegada nos asignaron las habitaciones, hombres y mujeres dormirían separados. Una vez instalada fui a explorar el lugar. El paisaje era árido y todo lo construido era de color teja, por lo que mis vistas días venideros serian arcillosas.

Nos reunieron a todos en la sala central para explicarnos las normas: no matar, no robar, celibato y guardar el noble silencio. Además nos comprometíamos a no abandonar el retiro hasta el último día.

Los días empezaban a las 4 de la NOCHE, y estaríamos todo el día meditando hasta la hora de dormir las 9 de la TARDE, salvo las horas de comer y sus descansos consecutivos.

Los cuatro primeros días de el método consistía en fijar la atención en el espacio entre los agujeros de la nariz y el labio superior, observar las sensaciones con la mente. A la concentración se le añadía el reto de aguantar el dolor y la incomodidad que supone aguantar una misma postura todo el rato, sentado en el suelo con la espalda erguida.

El segundo día no pude dormir del dolor de lumbares y me tomé la mañana siguiente libre. Por la tarde el dolor se había calmado.

Los primeros días la mente vagaba por el mundo y por el tiempo. Mi frustración fue aumentando gradualmente hasta el punto que al cuarto día fui a hablar con la doctora Kusum.

Tenia 81 años era original de Dehli pero había pasado gran parte de su vida en California trabajando en investigación en el campo de la biología. Ahora había vuelto a India a dedicarse a enseñar meditación. Tenía el pelo de algodón a juego con su vestimenta vaporosa. Era inteligente y sabia a partes iguales, y pese a su avanzada edad parecía no haber perdido ni una pizca de facultades intelectuales. Se podía hablar con ella cada día a una hora estipulada. Esperaba en su habitación las visitas sentada en una silla.

Entré y me senté en un cojín un sus pies.

Me quiero ir, dije.

– Si así lo sientes y así lo deseas puedes marcharte, me dijo.

Pero… ¿Cómo ?,¡ Así de fácil!, ¿Ya?, ¿Ahora?…

¡Quería quedarme!, solamente le había dicho eso para que me alentara.¡No podía darme la esa libertad!

Vamos doctora Kusum, dígame lo que quiero oír: Aguanta un poco, ten paciencia, es normal tu frustración…

– ¿Viajas sola?, ¿Sabes a dónde vas luego?

Sí. Pondicherry. Contesté con un nudo en la garganta.

¿Estás segura de querer irte? Quédate hasta mañana, vamos a ver como va.

Sentí como trató de levantarme y decidí quedarme, aunque nunca había decidido marcharme .

Una vez entrenada la mente para captar sensaciones más sutiles, escaneábamos todo el cuerpo con la mente. Era evidente que nuestro cuerpo vibraba y flores y gusanos brotaban por él. La vida y la muerte.

Ante todo este baile energético nuestra mente debía de permanecer ecuánime, de este modo entenderíamos la ley de impermanencia sin aferrarnos ni crear rechazo, las causas del sufrimiento.

A mitad de curso empezamos a combinar la meditación grupal con la individual en las celdas de la pagoda. Parecía como si hubiera cambiado de estación pues el calor se empezó a volver insoportable. En la celda aprovechaba que nadie me veía y meditaba desnuda. Esto debía asimilarse a la liberación de la que el Buda hablaba.

Compartía habitación con dos mujeres indias, de vez en cuando nos sonreíamos, nos caíamos bien.

Las camas eran de obra con un colchón como el de las hamacas de plástico. Mi mosquitera estaba agujereada y algunos insectos lograban filtrarse. Una vez intenté matar a un mosquito, era lento y torpe. Intenté aplastarlo sin atinar varias veces, hasta que finalmente me di cuenta de que era incapaz, pues mi compasión había aumentado considerablemente. Sí en pocos días había declarado el alto el fuego a un pequeño Universo, en algunos más esto podría resultar la panacea de la paz.

Nos despertábamos con el sonido de los cuencos tibetanos por el altavoz a las 4 para estar a las 4.30 en la sala. Yo solo necesitaba 5 minutos para prepararme, pero mis compañeras de habitación se levantaban a la primera para peinarse el pelo con esmero. Una de ellas siempre se hacía una trenza sentada en el escalón de la puerta. Una vez que me quedé mirando mientras pensaba «Mujeres indias, sois de las más bonitas del planeta, no por vuestros espesos cabellos que combinan con vuestros ojos negros, sino por vuestra forma de mover las manos.», » Y que nadie os diga lo contrario.» Acabada mi apología a la belleza india, se levantó y escupió. Esto es típico de India.

Llegó la décima noche y se levantó el noble silencio. Algunos comenzaron a hablar sin cesar. A mí me costó arrancar.

¿Cómo te sientes? , me dijo Kazue.

No lo sé, respondí sin mirarla.

Poco a poco continué las conversaciones empezadas diez días atrás. Empezamos a hablar entre todos pero no nos dijimos nada nuevo, durante ese tiempo nos habíamos dicho más de lo qué las palabras pueden decir.

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