Delirios de grandeza

Delirios de grandeza

Decidí que la torre sería circular. El carnicero me miraba con desconfianza como si creyera imposible que yo, un chaval de trece años, pudiera realizar tan colosal obra arquitectónica más propia de un tipo llamado Moneo —según comentó— o como poco del encargado que estaba de permiso.

Las cajas conteniendo 12 latas de mortadela I.F.E.S.A. de 1 kilo, no pesaban exactamente 12 kilos como hubiera sido lógico pensar incluso por mí que, hastiado, abandoné el colegio sin llegar a obtener el Graduado Escolar pasando a engrosar la enorme legión de jóvenes que aun estando toda su vida en un colegio no obtuvieron constancia documental alguna. A partir de la tercera caja el peso aumentaba exponencialmente a medida que recorría los más de treinta metros que separaban el punto donde las había descargado el camión del lugar donde con ellas, con las latas me refiero, construiría la magnífica torre para mayor gloria del espectacular cartel/reclamo pegado con Fixo al escaparate del supermercado, que anunciaba:

No me derrumbé transportando las cajas ni apilando las latas de mortadela con sus etiquetas hacia el exterior, encaramado sobre varias cajas vacías de fruta que debía desplazar a su alrededor conforme crecía la construcción. Más de una vez perdí el equilibrio temiendo un terrible impacto contra el suelo, aunque la caída nunca llegó a producirse.

La torre quedó perfecta. Me sentía orgulloso. Ya nada podía impedir mi triunfo sobre la agobiante supremacía adulta.

Al igual que cuando se produce un terremoto, una inundación, un incendio o cualquier otra catástrofe, que esa fecha queda para siempre para los anales de la historia, ese día quedó en mi memoria también para siempre no por la construcción sino por lo ocurrido después. Eran las doce de la mañana del día 20 de noviembre de 1973. Faltaban tres días para que cumpliera los catorce años.

Mientras retiraba las cajas de fruta y las de cartón vacías, me detenía unos instantes para contemplar extasiado mi gran obra. Después volvía a mi tarea que consistía básicamente en recogerlo todo.

En el último viaje con la remesa de cartones, cuando me encontraba en el almacén se produjo un gran estruendo que hizo vibrar todo el suelo del supermercado, seguido de alaridos desesperados de la cajera.

La impresionante torre circular de más de tres metros de altura construida con latas de mortadela I.F.E.S.A. de 1 kg., había desaparecido y en su lugar podía contemplarse una montaña de ellas y muchas otras que seguían rodando por los pasillos como si hubieran cobrado vida de repente y presas del pánico quisieran huir de allí a toda velocidad y en todas las direcciones posibles.

La cajera, con el terror reflejado en el rostro tapaba su boca con una mano mientras con el otro brazo extendido, su dedo índice señalaba hacia la salida. En la acera vi a un hombre con aspecto de mendigo que trataba de introducir una lata de mortadela I.F.E.S.A. de 1 kg., en el bolsillo de su abrigo sin conseguirlo debido a su gran tamaño. Cuando llegué hasta él, aún intentaba que la lata entrase por completo apretando hacia abajo. Creo que en ese momento hubiera preferido la lata de medio kilo. Pero la oferta… ¡Era la oferta!

—Pero… ¿Qué has hecho hombre?, —le pregunté.

—Sólo cogí una lata de mortadela pa comé.

—¿Pa comé? ¿Un kilo de mortadela? ¿Sin pan ni na? Y… ¿Por qué no me las pedío?

El hombre encogió sus hombros como queriendo responder: «porque sabía que no me la habrías dado». En eso acertaba. Sacó la lata y me la entregó pensando que haciéndolo ya quedaba todo solucionado.

—¡Acompáñame… anda!, ¿Tenías que cogerla de las de abajo? —Le pregunté resignado.

—Es porque entré agachao, pa que la cajera no pudiera verme… —respondió mientras volvía a encoger sus hombros, lo que consideré una respuesta bastante lógica.

Juntos volvimos al supermercado. Las latas de mortadela I.F.E.S.A. de 1 kg. ya habían detenido su descontrolada huida y ahora podía apreciarse el desastre en toda su magnitud. El mendigo miró hacia la montaña de latas y pareció adquirir consciencia de las consecuencias que conlleva retirar una de las de abajo cuando se encuentran apiladas hasta esa altura. El pobrecillo parecía arrepentido de verdad.

Me acompañó al almacén y regresamos cargados con las cajas para introducir las latas. Después apilamos las cajas llenas en el lugar de la demolición y sobre ellas colocamos varias latas sueltas, mientras la cajera iba recuperándose del sobresalto.

Cuando concluimos le pedí que me acompañara hasta la vitrina de los embutidos.

—Qué prefieres comé… ¿Mortadela I.F.E.S.A.?, o jamón serrano.

Sé que pensó «este chaval es tonto», pero no dijo nada. Corté unas lonchas de jamón, abrí dos vienas y le preparé dos bocadillos. Cogí otras dos vienas y una botella de SAVIN y lo introduje todo en una bolsa de plástico. Al pasar junto a las cajas de mortadela I.F.E.S.A. de 1 kg., metí también una lata, le entregué la bolsa y se marchó esbozando una sonrisa de satisfacción.

Instantes después, preocupado, recordé una historia que alguien me contó hacía ya mucho tiempo:

Un pescador vio que una culebra llevaba en su boca una rana viva que había capturado. El pescador se apiadó de la rana y quiso salvarle la vida golpeando con su caña a la culebra hasta que ésta la soltó. Después se apiadó de la culebra y le arrojó unas pequeñas porciones de su propia comida. Cuál sería su sorpresa cuando poco después la culebra se detuvo ante él, llevando en su boca dos ranas vivas que había vuelto a capturar.

El carnicero sonreía con crueldad disfrutando de mi fracaso, tras mi efímero éxito. La cajera me miraba con simpatía seguramente conmovida por mi gesto, aunque extrañada por mi expresión. En ese momento, yo rogaba a todos los Santos del Cielo que al mendigo nadie le hubiera contado también esa historia, temiendo que al recordarla se le ocurriese volver al día siguiente.

—Fin—

Llegué a odiar la mortadela…

…pero seguí amando a Sofía Loren.

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