El último vigilante
Harvey Richardson era un hombre de costumbres. Madrugaba para correr mientras la ciudad dormía, desayunaba un zumo recién licuado y cepillaba sus zapatos de piel zaina hasta que lucían lustrosos. Leía el Times en el metro y se apeaba una parada antes de su destino para recoger un latte en una cafetería italiana que, gracias a clientes...