La isla de Ellis es un pequeño islote que está al lado del puerto de Nueva York. Ahora mismo es una atracción turística que alberga el Museo Nacional de la Inmigración y en él se recogen muchas historias de las personas que desde Europa viajaban a América buscando la tierra prometida o simplemente huyendo de la miseria. En este islote se les tomaba los datos de filiación y se les hacía un mínimo chequeo médico, tras el cual si todo era correcto se les permitía desembarcar en la ciudad.

Cuando visité el museo con mi familia me sorprendió que tuviera una gigantesca base de datos con los nombres y apellidos de más de 65 millones de inmigrantes que pasaron por allí entre finales del siglo xix y principios del xx. Introdujimos el nombre de mi abuelo Gregorio en la aplicación de búsqueda, pero no dio ningún resultado, y eso a pesar de que sabíamos que había vivido en Nueva York durante más de diez años. Decepcionados, preguntamos a un funcionario del museo que ayudaba a hacer las búsquedas y nos dijo que por la isla solo pasaban los pasajeros de 2.ª y 3.ª, que los de primera clase iban directamente al puerto y así entraban en la ciudad, que esa podía ser una explicación.

Tampoco sabía yo mucho más sobre la aventura americana de mi abuelo. A él nunca le llegué a conocer y mi padre no solía hablar de ello. La única que nos contaba algo era la abuela Lola, pero eran historias deslavazadas, de cómo se había negado a aprender inglés y solo se entendía con el negro que hacía las veces de mayordomo de su casa por señas, o cómo sacaba a pasear a mi padre y a mis tíos por el “Parque Central”. Hasta que visité Nueva York y paseé por Central Park, no me di cuenta de que era el mismo parque por el que mi abuela paseaba a sus hijos.

Toda la familia conocía que los abuelos habían vivido durante un tiempo en Nueva York hasta que el estallido de nuestra Guerra Civil provocó su vuelta a España. Al parecer, el abuelo quería luchar por la República. Cuando llegó a nuestro país se alistó y como era conductor le pusieron a llevar el camión con los condenados a muerte hasta el cementerio. “No he venido desde América para hacer esto, si queréis me fusiláis a mí también, pero no voy a llevar el camión”, les dijo a sus compañeros milicianos.

E hizo toda la guerra como conductor de un importante mando del ejército republicano. Una vez perdida la guerra y cumplida la última misión de llevarle al puerto de Valencia para escapar del ejército nacional, este militar le ofreció embarcar con él camino al exilio, pero mi abuelo se negó, no quería abandonar a su familia una vez más.

Finalmente, casi por casualidad, conseguí encontrar el registro de la entrada de mi abuelo en Estados Unidos. Llegó a Nueva York el 21 de agosto de 1926, en el barco Chicago, procedente de Burdeos. Este crucero tenía capacidad para 1.608 pasajeros, 358 de primera clase y el resto de tercera. En la ficha de inmigración aparecen los siguientes datos. Nombre: Gregorio Garrido Marugán, edad: 24 años, lugar de nacimiento: Madrid, profesión: conductor, estado civil: soltero, habla y escribe español, último domicilio: casa de su madre, María Marugán, en calle Castilla, 22, Madrid.

Me sorprendió encontrar, además, otros dos registros suyos en inmigración. Volvió a entrar en Estados Unidos en 1931, ahora con mi abuela y con toda su familia, mi padre, que tenía solo un año de edad, mi tío Roberto, de cuatro, y Manuel, de dos. No sé por qué mi tío Manuel aparece con el nombre de Julio en la ficha. Hay una última entrada en el año 1933, esta vez de mi abuelo solo de nuevo. Ahora su domicilio habitual está en Nueva York, su profesión es “mecánico” y habla y escribe inglés y francés además de español.

Así pues, primero viajó solo a Estados Unidos y luego volvió a por la familia y se establecieron en Nueva York. De ahí vienen los recuerdos de la travesía en el transatlántico con los hijos que nos contaba la abuela, de la vida en Nueva York, del nacimiento de mi tía Mary… Al igual que con el “parque central”, hasta que no estudié un poco de inglés no llegué a entender por qué a mi tía, en vez de llamarse María y pronunciarlo en español, todos la llamábamos “Mery”.

En el año 1936 mi abuelo cruzó por última vez el Atlántico, de vuelta a su país natal, no acabo de saber si con la familia o si ya la había enviado de vuelta antes y viajaba solo. Iba camino de una guerra. ¿Qué pensamientos le pasarían por la cabeza, que sentimientos tendría? Me lo imagino en la cubierta del barco, fumando y mirando al océano, echando de menos la vida que dejaba y preocupado lo que le esperaba.

Hace años conocí una historia especular a la de mi familia. Me la contó una compañera de trabajo, de nacionalidad norteamericana, cuyos abuelos hicieron el viaje contrario al inicio de la Guerra Civil. Eran españoles y dejaron su país huyendo del conflicto para asentarse en Estados Unidos, allí construyeron su nueva vida. Quién sabe si el transatlántico que los llevaba se cruzó con el de mi abuelo en algún punto del océano, de la misma forma que se cruzaron sus destinos y el de sus familias.

Las guerras son así, no solo matan a las personas, sino que tuercen de forma definitiva las vidas de otras. Mi abuelo nunca volvió a salir de España.

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