Mi abuelo, mi leyenda

Mi abuelo, mi leyenda

Jorge Becerra

29/02/2020

A mi padre le gustaba cazar. Cazaba venados, chigüiros y guatines. Era una tradición heredada de mi abuelo, influyente comerciante que desde 1920 había dedicado su vida al desarrollo y cultivo del café en la región del norte del Tolima, en Colombia y junto a su negocio principal había conocido importantes mercaderes ingleses que lo indujeron al comercio de telas desde el país sajón. Y era él quien organizaba sendas jornadas de caza de montería o a caballo con perros de rastreo, perdigueros y de aguas, en las inmediaciones de nuestra extensa tierra natal.

En las noches de historias alrededor de una fogata o en la cocina, narraba el abuelo que desde la colonia esa tierra era habitada por ciervos, panteras, chinchimenes, tapires, águilas cuaresmeras, osos de anteojos, perros salvajes, monos tití, ñeques, gurres y tinajos. También por yacarés y aves de todos los plumajes, inspiración de naturalistas y exploradores en el siglo XIX. Los relatos y el anecdotario eran tan entretenidos que creaba el ambiente perfecto para que todos los miembros de la familia se involucraran a escuchar y entender una actividad con visos de tradición y ancestro.

Todos participaban: mis tíos que eran siete desde los más mozos hasta los más veteranos y mi padre que era el más joven. Luego de las veladas solo quedaba esperar el éxtasis supremo que suponía levantarse en la mañana al canto del gallo antes del amanecer, directo hacia el soto y bosques colindantes atravesando la ribera del río, los pantanos, ciénagas y lagunas, entre aves chiricotes, chachalacas, tinamus o entre plantas como los guacos o las cañazas.

Según los códigos del abuelo, había que conservar la elegancia en el vestir, sin perder la comodidad. Por eso el atuendo para la caza era todo un protocolo. Se podía ir en trajes de cuero añejado en colores verdes y camel, chaquetas teba, zapatos o botas de cuero repujado, abrigos loden de lana cálida, impermeables y fáciles de camuflar en los verdes variados de la floresta. También estaba la chaqueta austriaca de lana compacta y abrigada, con botones metálicos y los favoritos del patriarca que eran los chaquetones encerados de origen inglés. Todo esto a pesar del clima tropical.

Tras la caza, el atuendo debía servir para estar a la altura de la reunión social luego de la aventura, donde se departía y se contaba la jornada. La única parte del atuendo de cazador que no era tradición, era la gorra con visera tipo inglés, pues se cambiaba por el sombrero de pajilla campesino. También se omitía la corbata de lana inglesa y solo se apuntaba el botón superior de la camisa.

Al evento de la caza no asistían las mujeres en esa época, no se porque razón, quizás a voluntad propia, pues que mejor oportunidad de cofradía entre consortes, para el cotilleo respectivo. También era una delicia tal errada decisión pues era lo que garantizaba el exquisito convite que entre mi abuela y mis tías preparaban para el regreso de los guerreros.

Otro artilugio propio de la caza – según la descripción del abuelo – era el reloj. Aunque algunos cazadores de la época usaban el reloj de faltriquera que por su pequeño tamaño se puede llevar en un bolsillo con una cadenilla colgante metálica para sujetarlo, llamada leontina, era más común el uso de los Mount Royal clásicos de pulsera, acero inoxidable y con el famoso sistema de protección de impactos de la época incabloc; un reloj liviano, pequeño, resistente y automático, justo lo que precisaba un buen tirador.

Hablando con mi padre sobre las extensas jornadas de caza y todas las anécdotas que les sucedían, me contaba que era un estricto régimen militar impuesto por el abuelo. Los días eran los miércoles y a las 5 am ya debían estar de pie para salir a las 7 am hacia las montañas, en total silencio ya montados en su caballo con su perro y su escopeta, hasta entrada la noche.

Luego del desayuno y antes de salir a la excursión, el abuelo inmerso en su elocuente amor y devoción a la Virgen y siguiendo todos los preceptos religiosos con abnegado juicio, organizaba imperativamente asistir a la oración en la pequeña capilla de la hacienda, que estaba construida con ventanales abiertos para que entrara el aire y purificara el ambiente.

Aquel día, el ultimo día que se recuerda de caza y antes de la oración matutina al interior del oratorio, reinaba un silencio sepulcral. Un ambiente de zozobra, como presintiendo la maldad, como si aquel día hubiera sido una mala idea salir de casa. De pronto entró una brisa suave pero ruidosa por los ventanales, que hizo a todos mirar hacia el tragaluz para observar luego afuera, anclado y mirando hacia la ermita, un imponente venado. El ciervo advirtió la presencia de sus verdugos levantando las orejas. En ese momento y como una estampida de furiosos competidores salieron del santuario a enfrentar al animal, disparando sin dirección, lo que hizo que el animal huyera.

Rápidamente el abuelo organizó la persecución, haciendo grupos de dos cazadores con su perro y se internaron repentinamente en la selva. Mi padre iba con mi abuelo. Cruzaron llanuras, serranías, valles, lomas, cerros, precipicios, barrancos, peñascos y acantilados.

Cuando las tinieblas asomaban anunciando la noche, escucharon disparos sin saber su origen, esperando encontrarse con cazadores foráneos o los mismos tíos disparando sin control. El abuelo tomó el rosario de la virgen que siempre lo cargaba en su mano derecha para empezar a rezar y envió a mi padre de vuelta con el resto del grupo. Mi padre bajó estrepitosamente la montaña galopando en su percherón. El abuelo siguió internándose en la selva. La montaña era malvada, sombría, impredecible. Era un enigma salvaje adentrarse sin saber que pasaría. Solo lo entienden los valientes.

Cuenta mi padre que todos regresaron a casa, sin haber cazado al venado. El abuelo nunca regresó. Nunca se supo que había en la montaña. Dicen que la montaña lo devoró.

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