A comienzos del mil novecientos, mi bisabuelo —a quien no conocí— subía en algún lugar de Italia con su mujer y su pequeño hijo al barco que los traería a América, más precisamente a Argentina, aunque ellos aún no lo sabían. Ambos murieron cuando mi abuelo —al que vi una sola vez y que no me prestó casi atención— tendría unos diez años. Unas tías se hicieron cargo de su crianza hasta que «se hizo hombre». Trabajó, allá por los años veinte y treinta en distintas fábricas, brincando de un lado a otro, pendenciero, reacio a acatar una orden si esta le parecía inútil o estúpida. Bravo, no dudaba en sacar su cuchillo ante cualquier provocación, era un hombre de la noche, de mujeres y bebida, antes que de familia, decían que cargaba un par de muertes.

Así y todo se casó con mi abuela, lo que dio lugar a mi padre y posteriormente a mí, pero el matrimonio no era su elemento natural; podía pasar una semana sin pisar su casa entre el trabajo, las putas, el vino y las reyertas, tenía una cicatriz que le partía al medio la cara y solía andar armado. Mi abuelo no fue, en forma alguna, un abuelo precisamente; le dieron ese título —que nunca pidió ni se molestó en honrar— simplemente porque era el padre de mi padre y el marido de mi abuela María, que era una santa. Pero hay un episodio que me interesa recordar particularmente, que lo reduce todo a un momento culmen, y que fue —como mencionaba antes— la única vez que nos vimos.

Mi padre tenía una tornería, que alguna vez había sido de su padre, en Remedios de Escalada. Era una esquina con máquinas pesadas en uno de tantos barrios del conurbano, que le alquilaba a un tal Ricardo. Yo por ese entonces tendría unos siete u ocho años y ya había escuchado que no era un hombre de fiar. Mi padre lo tenía medio a raya gracias a su gran porte, sus manos grandes y pesadas que habían trabajado el metal durante años, pero siendo más bien pacífico, este Ricardo aprovechaba cada tanto para andar molestándolo con subas en el alquiler y contratos de dudosa conveniencia, digamos. Mi padre renegaba pero a la larga cedía un poco para mantener el taller en la misma esquina miserable, ya conocida por los clientes, por la gente del barrio. Una tarde que lo acompañé a trabajar me dijo:

—Hoy vas a conocer a tu abuelo —no era tampoco hombre de muchas palabras— y me dio algunas piezas de metal (que me parecieron muy pesadas) para limpiar y ordenar por ahí. En eso estaba cuando entró un viejo petiso, arrugado, insignificante. Pensé que era algún vecino que venía a molestar, y que mi padre lo iba a sacar al trote —no le gustaba que lo interrumpieran en el trabajo— pero no; ambos se hicieron un ademán con la cabeza y el viejo encorvado, con un pie en la tumba ya, se acomodó en una silla en un costado.

—Ese que está ahí es tu nieto, el más chico —le dijo mi padre señalándome. El decrépito me miró apenas, y siguió con lo que estaba haciendo; dentro del bolso que cargaba llevaba su botella de vino, que apoyó en la mesa junto a la silla, y en un vaso roñoso se sirvió. Un rato estuvimos los tres en silencio, cada uno en lo suyo; yo tenía un poco de miedo de mirarlo, había escuchado tantas historias de él, pero más que nada sentía pena, no podía creer que ese hombre terrible de dudosas pero fieras hazañas fuera esa cosa ahí arrumbada, casi sin poder sostenerse.

Así estábamos hasta que entró Ricardo —creo que no advirtió al viejo ahí acovachado— y comenzó a discutir con mi padre. La situación empezó a tensarse y las amenazas de desalojo —que ya se habían escuchado antes— no se hicieron esperar. Yo supe odiar esa cara de hijo de puta, de quien otrora al viejo jamás se había atrevido a mirarlo a los ojos, quizá también había escuchado de las dos o tres muertes que debía. Pensar que ahí estaba ahora viéndolo todo sin reaccionar, como ni enterado de lo que ocurría en su antiguo taller; yo quería ser más grande, hacerme gigante para sacarlo a Ricardo a patadas en el culo y que no jodiera más, pero no hizo falta. El viejo, pesado pero firme, se levantó de la silla y acercándose al quilombo dijo:

—¿Así que andás con ganas de joder che?

Ricardo se desconcertó ante su presencia, quizá más por sorpresa que por verdadero temor, después de todo el viejo…

—Usted no se meta Edmundo, que a usted no le voy a pegar —dijo, y firmó su sentencia. El viejo levantó la botella de vino que tenía en la mano y se la partió en la cabeza al hijo de puta, que medio tarado reculó, apoyándose contra una gran máquina.

—¿Así que no me vas a pegar sorete? —y ahí nomás se acercó y le puso el cuello de la botella partido en el cogote. —¿Y quién dijo que podías? —agregó temerario.

Ed-mu-mun-do —tartamudeaba Ricardo. —¡Espere! usted no sabe —intentaba hilvanar una frase. —No es lo que piensa, yo no quiero problemas —alcanzó a decir mientras se achicaba, quedando reducido a la categoría de insecto.

—¡Rajá de acá, cagón! —gritó el viejo. —¡Y que no te vuelva a ver porque te liquido! —agregó llevándose la mano a la cintura, como insinuando un revólver.

Ricardo se levantó y salió enseguida. El viejo fue hasta la mesa, terminó de un sorbo el vaso de vino, y se fue sin saludar. Nunca más lo volví a ver.

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