Família de cuatro

Família de cuatro

Anna

13/02/2020

Martina ya sabe bajar las escaleras de casa. Le enseñó su abuela, con paciencia y el viejo truquito de descenderlas de espaldas, paso a paso.

Su abuela es quien se encarga de ella. Su padre, está demasiado deprimido para ni siquiera darse cuenta que existe. A veces, Martina gatea hacia él y le tira repetidamente del dobladillo de los tejanos, para llamar su atención. Él no se inmuta. La niña, acaba aburriéndose y se marcha a explorar otras curiosidades de ese mundo, para ella fascinante, que descubre en los rincones de la vieja casa.

Su hermana, la empujaría. Probablemente debido a la rabia que acumula dentro del pecho. Rabia que aumenta cada vez que su maestro le hace algún comentario desagradable del tipo: “¡Dile a tu madre que te peine, en la escuela no se puede venir con esos pelos, así no ves nada!”

Su madre, se largó. Los dejó cuando Martina tenía menos de 5 meses. Cuando les dieron la noticia se derrumbó. No pudo enfrentarse a la realidad. Huyó. Las dejó. Y su hermana, la culpa. En su mente de niña de cinco años, la consecuencia directa del nacimiento de Martina es la desaparición de la madre. Comprensibles entonces los pellizcos de las noches. Los que la pequeña recibe, confundida, cuando la abuela duerme.

Se despiertan todos en la casa, de madrugada, con los berridos de Martina. “Tendrá terrores nocturnos debido a su enfermedad?” se pregunta la abuela preocupada. “¡Chivata!” la maldice la hermana. “¿Es de día ya?” se confunde el padre saliendo por un segundo de ese estado vegetativo en el que sobrevive.

Martina, solo se calma en los cálidos brazos de la abuela que la vuelve a arropar en la cama, con ternura, mientras canta esa vieja nana. Esa nana que consigue que las niñas se duerman, acompañadas por la dulce voz que años atrás también guiaba a su padre hacia el mundo de los sueños.

La abuela, fuerte, incansable, cuida de las pequeñas, tan bien como sabe, como puede. Con todo su amor. Pero es incapaz de reprender a su hijo, de reñirle para hacerle reaccionar. Se le rompe el corazón al verle hundido. Se apena, y le deja. Para no molestarle. Porque no sabe que lo que necesita urgentemente, es un empujón, y fuerte, ya que se ha quedado atascado en esa autocompasión.

Como siempre, por la mañana, Martina intenta, sin éxito, meterse la cuchara en la boca. Tiene la cara llena de puré de frutas, está muerta de hambre.

La abuela despide a su hermana en la puerta. Le arregla la coleta, le da la mochila. El autobús de la escuela ya ha llegado y tiene que marcharse. Antes de cerrar la puerta, da un beso a la abuela y una última mirada de desprecio a su hermana.

El padre aparece por la cocina cuando Martina traga agradecida su primera cucharada. La abuela, sostiene el bol de frutas con la mano mientras le indica a su hijo dónde le ha dejado el desayuno. Él lo recoge en silencio y se sienta en la mesa del escritorio. Desayuna, despacio, con la mirada perdida y la boca llena.

Cuando Martina acaba la fruta, la abuela la baja de la trona y se ocupa de las tareas del hogar. Martina se marcha a explorar. El padre sigue inmóvil. La hermana, en la escuela, se deshace la coleta y se tapa la cara con los pelos, para que no la vean. Concentrada en no destacar. Como siempre.

Pero lo que aún nadie sabe es que está triste rutina no durará eternamente. Hoy mismo, ha empezado a cambiar. Martina ya sabe bajar las escaleras. Lentamente, con cautela, pero las baja. Y contra el pronóstico médico, en unos días caminará. Con dificultades, sí, pero caminará. Martina tiene fuerza de voluntad, y su curiosidad podrá más que su enfermedad. Martina llegará donde sus médicos fijaron el imposible. Se equivocaron. Y con el tiempo, Martina lo demostrará. Y entonces, su hermana, empezará a ver en ella alguien con quien poder jugar y olvidar entre risas cómplices su pena. Y su padre, finalmente, reaccionará, y asumirá su papel en la familia. Esa familia de cuatro, que unida sobrevivirá. Esa familia, que por un tiempo demasiado largo, casi se ahoga, pero que en el futuro, volverá a sonreír.

Gracias al patoso y lento caminar de una niña, pero sobretodo, gracias al empeño y el amor de una gran mujer.

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