SUS CENIZAS

Este año, el invierno me ha agarrado del cuello antes de tiempo. Sin darme cuenta me ha pisado los talones y el frío ya se ha instalado en la suela de mis zapatos.

Anoche me volví loco buscando ropa de abrigo. Mi apartamento necesita tanta limpieza como mi cerebro. A veces los recuerdos se me escapan por el fregadero. Aún no se adónde van. Encontré mi cazadora al final de aquel cajón de sastre. La única con la que aspiro a superhéroe los días de tormenta. De niño, me daban tanto miedo. ¡Cómo olía a naftalina! Creo que fue aquel olor a humedad y a oscuridad rancia lo que me hizo desempolvar aquella prenda. La estiré, la cepillé bien fuerte y le cosí nuevamente el tercer botón que le colgaba desde arriba. Recuerdo perfectamente la última vez que la llevé puesta. Fue en el entierro de mi madre. Puede que su frialdad al tacto se deba a tantos metros bajo tierra. Mis hermanos querían que llevara traje. Yo no le di importancia. No la quería. Odiaba hasta sus andares. Me molestaba su voz estridente y sus joyas falsas desdibujando su garganta. No la tragaba. Aquel día, lloré de rabia. La pena se me arrugó dentro del bolsillo. Y fue justo allí donde lo encontré: su color amarillo y sus faltas de ortografía.

  • ½ docena de huevos.
  • 200 gr. de queso fresco.
  • 180 gr de frutos secos (a elegir).
  • Una bolsa de magdalenas. Las del envoltorio rojo chillón.
  • 4 zanahorias medianas.
  • 1 l. de leche de soja.
  • Azúcar moreno.

Su última lista de la compra. Su último maldito encargo. Y sus cenizas debí haberlas imaginado dentro de una botella de Coca-Cola. Mi madre siempre hervía en mi sangre. Aún conservo su veneno.

MI ¿TIERNA? INFANCIA

Dicen que hay que saber perdonar. Yo creo que mi falta de perdón es lo que me mantiene a flote. De niño, siempre jugaba sobre la cuerda floja. El vértigo lo sentía en mi entrepierna. Puede que aquel fuera mi primer deseo sexual. Recuerdo que mi madre me empujaba cada vez que yo dejaba de regar sus malditas rosas rojas. Era fuerte, muy fuerte. Sus manos en jarra y su ceño de Frida Kahlo a punto de explotar. ¡Cómo me gritaba!

Por la tarde volví a bajar al supermercado, agarré la lista con todo el sudor de mis manos y me planté sonámbulo al final de cada pasillo. Todavía podía oír el rechinar del aullido de mi madre anulando mis ganas de comprar chocolate. Ese debe ser mi karma por no querer superar mis traumas de lobo feroz. Primero les saco los dientes y luego desaparezco entre paquetes de arroz y patatas fritas. Siempre con mi rabo entre las piernas. Mejor así, ¡hijo bastardo! A mi padre no lo conocí. Cada vez estoy más convencido de que mi madre tuvo que vampirizar a alguno de sus retorcidos amigos, limarles el corazón e inventar toda una caja de kleenex de soledad y desesperación. No hubo ningún hombre con el que competir. Toda su mala leche servida sobre mí. Nunca quise saber, nunca me planteé una familia más allá de mi abuela Galinda. Ella y yo sentados, inertes frente a la gran mesa de mármol de la cocina. Ese frío aun me cala hasta los huevos y todo el eco de sus ronquidos también. Mi madre ausente. Mi madre, ¡maldita sea!, huérfana de oídos. Nunca le susurré lo feo de mi interior y el asco que sentía por tantos fantasmas dentro de mi cabeza. Yo, con cinco años; con doce me expulsaron del internado; con quince ya deseé alas de ave rapaz; hasta los diecinueve no pude planear mi huida. A los veinte escribí nuestro final.

SU PARTE DEL PASTEL

Uno a uno, los ingredientes cerrando este capítulo al fondo de la cesta. Mi vida con el sentido que cada uno quiera darle. Sin rencor. Subí los escalones de tres en tres, cerré de un portazo y me metí a regañadientes en la cocina. El señor Google me regaló la elaboración de la mejor receta de Pudin Otoñal. Sobre las doce fui al cementerio aspirando el rocío de mi bufanda. Corté un trozo dentro del coche, me lo metí en el bolsillo y me lo comí esparciendo las migas sobre su tumba. Ese fue el momento de nuestra reconciliación.

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